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Columna
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Dylan, arcángel

Entré en una pequeña suite del hotel Palace y allí estaba el poeta-cantante Leonard Cohen, vestido con un traje oscuro y con una taza de café en la mano. Hablamos alrededor de una hora y cuando salí a la calle la ciudad ya no era la misma, porque su voz profunda seguía en mi cabeza, deshaciéndose lentamente, como una piedra de hielo blanquísimo. Hay personas que consiguen eso, seres angelicales como Leonard Cohen, alrededor de los que todo parece cambiar y ordenarse de nuevo, parece empezar otra vez desde el principio. Caminé hacia Neptuno, luego hasta la calle de Alcalá, y de ahí, Gran Vía arriba, hasta Moncloa. Seguía siendo miércoles, seguía haciendo calor, había las mismas zanjas, los mismos andamios, las mismas hormigoneras en marcha de siempre; pero, de algún modo, tal y como yo las veía en ese instante, no parecían tan terribles: Leonard Cohen, tan lento, tan suave, contestando a mis preguntas minuciosamente, con esa voz que no parece venir de él, sino hablarte desde dentro de ti, había atenuado las perforadoras, las sirenas, los motores.

También hablamos de Bob Dylan. Cuando conocí a Dylan en Sevilla, hace años, me causó exactamente la misma impresión, también me pareció un ángel: había algo en sus ojos que te hacía sentirte muy frágil y algo en su sonrisa que te hacía sentirte muy limpio. De hecho, acabamos de enterarnos de que Dylan es el arcángel San Miguel de la catedral gótica de Trondheim. Está allí, esculpido en piedra, en lo alto de una de las torres del templo, desde 1969, el año que grabó Nashville skyline y tocó en la isla de Wight. 'Es verdad que me inspiré en Dylan para hacer esa obra, y el arcángel San Miguel tiene sus facciones', dice el escultor Kristofer Leirdal, encargado de la restauración del edificio. 'Veía a Dylan como el representante de los norteamericanos que se oponían a la guerra de Vietnam y me pareció adecuado que un gran poeta coronase la torre'. Bendito sea, Kristofer Leir, por darnos un ángel irrebatible, un ángel en cuyos versos podamos creer.

Me alegro de que el rostro de Dylan haya emergido de la piedra de Trondheim, cerca del Círculo Polar Ártico; y me alegro de haber estado con Cohen, de haber escuchado con él su próximo disco, In my secret life, lleno de luz y de misterios. Me alegra que todo eso haya pasado, porque yo quería escribir este artículo sobre ciertos ángeles anónimos que existen en la ciudad. No son muchos, pero están cerca; no son invisibles, pero tampoco es fácil verlos, porque la ciudad es a menudo grosera, inhumana, feroz; está llena de razones para ser ciego, para hacerse duro. Y sin embargo, a veces, en medio de todo eso, uno siente un detalle mínimo, un gesto casi imperceptible que desenmascara al otro: no era un taxista, ese hombre silencioso que nos llevaba a casa por la noche; o no era un cartero, como creíamos, el que ayer nos atendió en la oficina de Correos; o no era una lectora más, ésa que nos hizo una vez un regalo. Una parte de ellos, como mínimo, no era sólo eso; una parte de ellos se parecía a Dylan, a Cohen. Una parte de ellos era un ángel.

Me refiero a la lectora que un día, sin ninguna razón, te lleva a una caseta de la Feria del Retiro un libro del que hablaste alguna vez en una entrevista, hace mucho, un libro de Dylan Thomas difícil de encontrar; me refiero al cartero que ayer mismo, sin tener por qué, te abre para ti solo la sucursal de Correos a la que has llegado tarde por unos minutos, quizá porque anteayer se ha fijado en que tienes un dedo del pie roto, atado a otro dedo con una venda blanca; me refiero a ese taxista que cuando es ya muy tarde y te bajas de su coche se queda un momento parado junto a la puerta de tu casa y espera allí hasta verte entrar, protegiéndote de algún modo. Me refiero a esos gestos emocionantes hechos con modestia, sin interés, por pura bondad. También hay que escribir sobre eso, porque eso también existe, y no sólo la avaricia, el egoísmo, la maldad. Existe y es fácil de ver, si sabes dónde mirar, porque destaca en medio del caos y del malhumor como una flor de edelweiss en medio de la nieve, como una rosa del desierto en medio de la arena. Seres angelicales, de los que se habla poco, aunque estén ahí. Sus actos están llenos de amabilidad y de poesía. El poema es la palabra que cura, aunque deje la herida, según escribió Claudio Rodríguez. No creo que se pueda inventar una definición mejor que ésa.

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