Los 60 años del Amaya
Una de mis debilidades culinarias es acercarme al restaurante Amaya y pedir en la barra un helado de canela, uno de los postres de elaboración propia que se anuncian en la carta y que saben a gloria. Pero el Amaya es mucho más que un helado de canela: por su historia, por su peculiar situación al final de La Rambla y por su cocina vasca de primer orden, ese restaurante de apariencia humilde forma parte ya de la historia de Barcelona. Su nombre transpasa fronteras, no en balde se han acercado a comer personajes como Salman Rushdie, Robert Hughes, Ernesto Sábato, Leonard Bernstein y Christopher Lee, de una lista interminable que ha dejado su dedicatoria en un libro de clientes ilustres. Amén de Mario Vargas Llosa, Bigas Luna, Oriol Bohigas, Manuel Vázquez Montalbán, Pasqual Maragall y otros muchos que son asiduos.
Entrar en el restaurante es como pisar un bar donostiarra, pero metido en plena Rambla
Cuando uno entra en el Amaya se encuentra, de momento, con un abigarrado surtido de tapas bien alineadas detrás del cristal de la barra: chorizo con pimiento, morcilla de Bilbao, chistorra frita... Es como entrar en un bar donostiarra, pero metido en plena Rambla. Luego, si el cliente va a comer, llega hasta el fondo del local, aunque si quiere saltarse la visión de las tapas puede acceder por la puerta de al lado y entra en otro comedor. Kokotxas en salsa verde, chipirones en su tinta, bacalao al pil-pil, lomos de merluza al txacoli... Uno se vuelve loco y acaba pidiendo ayuda al chef.
Estos días el Amaya celebra sus 60 años y es justo -en honor a mi helado de canela- que hable de él. Lo que ahora es el restaurante había sido una sala de baile de no muy buena reputación -La Guinda y más tarde La Cibeles-. Fue precisamente un bilbaíno, don Antonio Mailán, cocinero de Indalecio Prieto, ministro de la II República, quien, junto a un camarero de Avinyonet llamado Josep Marcé, decidió abrir el negocio, lo que por aquellos tiempos les costó la suma de 30.000 pesetas. Muchos son los que piensan que el nombre de Amaya proviene de la bailaora flamenca, pero lo cierto es que el cocinero vasco escogió el nombre de mujer más común de su tierra. Mailán siempre fue considerado un rojo y los del Movimiento no veían con buenos ojos el negocio de La Rambla. Pero lo cierto es que entre la clientela había de todo y, cuando tocaba un registro, la policía más de una vez tenía que cuadrarse ante un general o un almirante. Haciendo gala de su consabido despotismo, fueron muchos los allegados al régimen que se hartaban de comer y a la hora de pagar soltaban: 'Pasa la cuenta al señor Negrín'.
En el año 1978, el Amaya pasó a manos de Antonio Torralba y Enrique Herrera, gatos viejos en el oficio. Actualmente, es el hijo del primero, Ignacio Torralba, quien regenta el negocio desde la jubilación de su padre. Con él charlamos largamente de las mil historias que envuelven al Amaya, y una de esas historias es la prostitución. 'Aquí venían ellas con los clientes, con los chulos, con sus compañeros. Siempre hemos tenido un código ético con esas mujeres: si se comportan correctamente, se las trata como señoras; si no, se las echa fuera'. Lo tenían tan claro que en la época de la minifalda muchas se cambiaban de ropa antes de entrar. Pero en la década de 1970 las cosas cambiaron: los proxenetas se convirtieron en camellos y deterioraron el microcosmos de la prostitución. El toque final lo dieron los Juegos Olímpicos y su fulgurante limpieza de cara a la galería. Se cerraron las pensiones y se obligó a las profesionales de toda la vida a emigrar a otros rincones. Ignacio Torralba alquiló alguno de esos pisos, que actualmente le sirve de almacén. 'Las habitaciones están igual que antes, la diferencia es que ahora en una cuelgan jamones, otra está llena de latas, en otra se guardan los quesos, el vino...'. Al señor Torralba le gusta contar anécdotas, recordar personajes o los locales que ahora no existen, como el antiguo Frontón Colón. 'El Amaya pasó a ser el local social de la entidad. Venían los pelotaris a comer angulas, cuando las angulas se podían comer, no como ahora que son prohibitivas por el precio'. Llegaban a despachar tantos platos al día que para controlar el número los cocineros lanzaban un grano de ajo en un tarro por cada ración. Podían llegar a 100 raciones diarias, que equivalen a 8 o 10 kilos de angulas. Ahora despachan un kilo por semana.
El frontón cerró a principio de los años setenta del siglo XX y quedó sólo el Dancing Colón, situado bajo las gradas y lugar de encuentro de marines y macarras. Los dueños lo abandonaron sin cerrar ni siquiera la puerta y durante mucho tiempo fue refugio de toda clase de marginados, que apuraban las botellas que aún corrían por la barra. Ignacio Torralba hizo unas fotografías y un día que Maragall le preguntó cómo estaba la zona se las enseñó. Quedó tan perplejo que en pocas semanas llegó al restaurante con un equipo y tras una comida se decidió que el Colón se rehabilitaría como un espacio olímpico. El pacto se selló con el nombre de pacto del Amaya.
Esta historia, como otras, se encuentra recopilada en el libro que Torralba ha escrito con motivo de los 60 años del restaurante. Se titula El Amaya, su historia y su gente, está prologado por el insigne cronista Lluís Permanyer y encontramos desde personajes entrañables, como la Monyos, hasta las recetas de cocina vasca que han dado prestigio al local. 'Nuestra cocina es de cazuela de barro'. Eso ya dice mucho a su favor.
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