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Columna
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Casa común

En su primera aparición pública tras la constitución de Batasuna, organización política de la izquierda abertzale sucesora de la histórica HB, los portavoces de la nueva formación han insistido en su vocación de ser la 'casa común de la izquierda independentista'. Hay proyectos destinados desde su origen al fracaso. Tal es el caso de pretender articular a toda la izquierda en derredor de una misma organización. Mucho más si la organización que se postula como referente deja mucho que desear desde una perspectiva emancipatoria (pero de esto hablaremos otro día).

Forma parte de la naturaleza de la izquierda la querencia, muchas veces obsesiva, por la diferenciación. Recordemos esa desternillante escena de La vida de Bryan en la que un grupúsculo denominado Frente Popular de Judea desprecia a otros grupos en principio afines -el Frente Judaico Popular, el Frente del Pueblo Judaico o el Frente Popular del Pueblo Judaico- al grito de ¡disidentes!, a la vez que afirman odiar más a estos que a los propios invasores romanos. ¿Una parodia? Sin duda, pero no exenta de verdad: sólo en la izquierda política cabe encontrar movimientos o partidos que, con el fin de distinguirse entre sí, añaden a unas siglas compartidas la (a) de 'auténtico', la (r) de 'reconstituido' o la (h) de 'histórico'. O leamos Homenaje a Cataluña de Orwell, editada de nuevo hace ahora un año por la editorial Virus. En la izquierda todas las escisiones se realizan en nombre de la unidad, lo cual desvela mucho de la cultura de izquierda realmente existente, tantas veces cainita y hasta caníbal. Pero esta dificultad para construir en la práctica el objetivo estratégico de la izquierda, que no es otro que la unidad, no sólo ha de merecer una lectura paródica. Las dificultades para la unidad de la izquierda tienen que ver con elementos tremendamente ricos. La izquierda es sarpullido que brota en un punto para luego extenderse, es crítica a todo lo instituido, es rizoma, es insatisfacción, es permanente afloramiento de inéditos viables. La tensión 'ya, pero todavía no' es lo más característico de la cultura de la izquierda. De ahí que, más que de la izquierda, lo normal sea hablar de las izquierdas o de la izquierda plural.

Por eso, difícilmente podrá encontrarse una imagen menos adecuada para animar a nadie que esa de la casa común de la izquierda. Sin duda ninguna, tiene que haber izquierdas que edifiquen casas, pues, si bien es claro que los parlamentos no son fuente de cambios revolucionarios, en las modernas democracias de masas ningún movimiento con significación social puede permitirse el nivel de la representación parlamentaria (Riechmann). Porque si hablamos de eficacia política, la cuestión más importante tiene que ver con la constitución de bloques sociales amplios comprometidos con la transformación social. Y perder la capacidad de construir mayorías políticamente efectivas es, como muy gráficamente sostiene Taylor, como perder los remos en medio del río: si esto nos ocurre, no hay forma de evitar verse arrastrado por la corriente, lo que viene a significar, en este caso, verse arrastrado cada vez más por la cultura dominante. De ahí su conclusión: 'Una política de resistencia significa una política de formación democrática de voluntades'.

Pero no hay casa que pueda dar habitación a toda la izquierda. Junta tras una pancarta, tal vez sí; junta bajo un mismo techo, nunca. Siempre habrá una izquierda que acampa en la calle: como lo hizo con la reivindicación del 0,7, como lo hacen hoy las compañeras y los compañeros de Sintel, a quienes aprovecho para mostrar mi apoyo y solidaridad. Y es esta izquierda la que moviliza y transforma al conjunto de las izquierdas.

Estos días se vislumbra incluso otra opción de izquierda abertzale en la recién emancipada Aralar. Como para que alguien se anime a entrar de realquilado en esa casa común, buena tal vez como operación inmobiliaria, pero absolutamente irrelevante como operación política.

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