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Columna
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Hay oposición

Una de las mejores metáforas de la democracia contemporánea nos la presenta como algo parecido a una inmensa y perpetua función teatral. Por un lado está la clase política, que serían los actores, y por otro la audiencia, el público, que somos todos los demás. Los medios de comunicación pondrían el escenario en el que unos representan la política y otros observan y enjuician. De vez en cuando tiene momentos estelares, como cuando hay elecciones. Entonces se permite que los espectadores dejen de ser observadores pasivos y pasen a escribir directamente el guión. Es el momento decisivo, ya que sólo a través de él cabe dotar de sentido a cuanto hemos venido contemplando y nos permite pasar de una 'función' a otra. En este contexto, el debate sobre el estado de la nación sería una de esas ocasiones idóneas para percibir el valor 'real' de los actores, para evaluar el rendimiento neto de unos y otros. Es algo así como la prueba del algodón del liderazgo y, por desgracia, el único momento en el que parecemos prestar atención al Parlamento.

Rodríguez Zapatero acudió a este debate renunciando de entrada a una de las estrategias que se han mostrado más eficaces a la hora de captar la atención del público: la crispación, la escenificación radical del conflicto. Hacer oposición desde llamadas a diversos pactos de Estado casa mal con lo que exige un escenario ritualizado para el cuerpo a cuerpo y el enfrentamiento por el enfrentamiento. Pero tenía razón en lo fundamental: no podemos seguir mucho tiempo sin reforma del Senado, sin una clara idea de Europa, sin mayor ambición cultural. Y todos estos temas exigen entrar en algún tipo de pacto o componenda entre diversos grupos políticos. Seguramente fuera un discurso pragmático y desideologizado, como imponen las circunstancias, pero no vacío ni carente de sensatez. Al menos supo reflejar lo que siempre debe saber hacer una oposición mínimamente eficaz: mostrar el otro lado de la realidad, aquello que queda oculto detrás de la retórica del Gobierno. La legislatura es larga y lo único que en realidad se sometía a análisis es si teníamos 'oposición', si hay o no un discurso alternativo, y si quien lo defiende está a la altura de los constreñimientos que impone esta minuciosa democracia de audiencia. No hay que olvidar que es tremendamente exigente para los líderes, de quienes no sólo demanda formación y capacidad de iniciativa, sino también presencia y atractivo, pero a los que castiga después con la mayor de las indiferencias. El debate ha pasado prácticamente desapercibido para la mayoría de los españoles.

A lo largo de este último año, el líder socialista ha demostrado también que tiene una gran capacidad de aprendizaje. Imagino que sus asesores ya estarán trabajando sobre sus flancos más débiles o sobre aquellos en los que puede progresar -introducir quizás una mayor ironía frente a las displicentes réplicas de Aznar y obligarle a éste a cambiar de estrategia-. Es de prever que el debate del año próximo sea ya radicalmente distinto. Como estamos viendo, un año resulta casi una eternidad en esta política tan fugaz y tan pendiente de las lógicas que de forma creciente imponen los medios de comunicación. Pero precisamente por ello, el punto de anclaje de los referentes políticos del gran público siguen siendo los líderes. A la democracia española le conviene que cristalice un liderazgo estable en la oposición; incluso al propio Gobierno, que deberá verse forzado así a presentar una mejor imagen de sí mismo. Aunque el futuro del PP no es muy halagüeño. De seguir su impulso ascendente, justo cuando más maduro y fortalecido se presente Rodríguez Zapatero será cuando el PP deberá proceder a su propio cambio de liderazgo. En pleno proceso electoral, además. Puede que esa sea precisamente la coyuntura que Aznar esté esperando para desdecirse de su propósito de pasar a la retaguardia. En ese caso, el Partido Socialista deberá tener preparado el otro gran recurso que es siempre exigible para ganar unas elecciones: un discurso nuevo y ajustado a las circunstancias.

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