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Columna
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El tiempo y Roldán

Lo que nos habían dicho sobre el tiempo es mentira: el tiempo no es oro, el tiempo no cura nada, no se puede ni perder ni ganar, no es el juez supremo de nadie. Alguna gente cree que sí, cree que el tiempo es algo sólido, algo que se mueve, crece y cambia de sitio, algo que puede poner en una balanza para modificar el peso de las cosas. Los tramposos intentan engañarnos de muchas maneras, y una de ellas es, precisamente, con el tiempo: hay médicos, charlatanes y curanderos que nos prometen más tiempo de vida, más años de salud por dentro y por fuera, un hígado nuevo, una piel que no envejece, unos pulmones o un páncreas limpio con los que empezar de cero. Hay políticos que nos ofrecen llegar al futuro antes de tiempo. Hay, para resumir, vendedores de todo tipo que nos ofrecen, de uno u otro modo, eso mismo, tiempo: con este coche llegará antes; con esta cama dormirá más; con este sillón podría leer el doble; con esta casa, el tiempo se detendrá, los sábados tendrán treinta horas y la primavera durará seis meses. El mundo se basa en un equilibrio perfecto, porque está lleno de mentirosos, pero también de personas que necesitan creer en ciertas mentiras.

Los bandidos también quieren manipular el tiempo, quieren que el tiempo lave sus pecados, atenúe sus culpas. Hay ladrones que esperan a que su delito prescriba para disfrutar del dinero que han robado. Hay torturadores que esperan una ley de punto final para ser absueltos. Hay criminales que esperan a que sus crímenes se alejen de ellos para sentirse perdonados, a salvo en la orilla de los inocentes. Un congresista norteamericano acaba de confesar, hace no mucho, algunos de los horrores que él y sus soldados cometieron en Vietnam, asesinando a sangre fría a mujeres y niños indefensos, y hemos oído que su carrera política está acabada, pero no que vayan a juzgarle. Un general francés acaba de admitir, también hace poco, las atrocidades que cometió, al mando de un escuadrón de la muerte, en Argel, entre 1956 y 1957, pero ahora ya es demasiado viejo, tiene 83, quién lo va a meter en una prisión.

Aquí, en España, la Audiencia de Madrid lucha por recuperar parte del botín que amontonó Luis Roldán en sus años de director de la Guardia Civil, pero sin mucho éxito: en estos instantes se están celebrando en esa Audiencia una serie de subastas de sus bienes, pero lo máximo que se recaudará por un piso de Zaragoza, sendos chalés en Rota (Cádiz) y Cambrils (Tarragona) y una plaza de aparcamiento en Pozuelo de Alarcón serán unos 220 millones de pesetas de los alrededor de 3.200 que el preso adeuda al Estado. El periodista José María Irujo inventariaba hace unos días en EL PAÍS algunas de las propiedades que no podrán ser embargadas y subastadas en los juzgados de Madrid: un piso de 150 millones de pesetas en la calle de Platerías, un chalé de 60 millones en Aravaca, otro de 125 en las Antillas, otro de 100 en Zaragoza y otro de 40 en Pamplona; un piso de 35 millones en Pozuelo de Alarcón y otro de 255 en París, al lado de la Torre Eiffel... La lista sigue, hasta llegar a esos 3.000 millones de pesetas impunes que el Estado, por lo visto, no logrará recuperar nunca; es difícil atrapar a la gente, cuando se esconde dentro de su dinero. Parece que, en unos cuatro años, Roldán estará en la calle y podrá disfrutar de sus casas alrededor del mundo y de los 1.700 millones que tiene en un banco de Singapur. Su dinero. Nuestro dinero. Roldán fue condenado a 31 años de cárcel y lleva siete en su celda del penal de Brieva (Ávila). El negocio, a fin de cuentas, no le habrá salido muy mal: cumplirá una tercera parte de su pena y conservará el 90% de su botín.

Maldito tiempo, éste que parece estar siempre de parte de los canallas y en contra de los inocentes. Maldito tiempo, éste que casi siempre favorece a los verdugos y entierra a sus víctimas en el olvido. Maldito tiempo, éste que hace que no exista la resurrección de los muertos, pero sí la de los asesinos.

Está sucediendo en la Audiencia de Madrid y es el final de una larga y triste historia: las salas se abren, los jueces cogen su martillo y comienza la puja. Se subastan los restos de un banquete.

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