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El moderado radicalismo de 'El Ciervo'

Francesc de Carreras

Pasado mañana se cumplirán 50 años de la publicación del primer número de la revista El Ciervo. Una revista cultural de tan dilatada duración siempre merece un comentario. Tratándose, además, de una revista tan influyente como El Ciervo, el comentario es obligado.

Quien no haya conocido el anodino clima intelectual y la situación de dictadura política de los años cincuenta y sesenta -del siglo pasado- no puede comprender lo que significaban en aquellos tiempos y cómo influyeron en Cataluña semanarios como Destino y Revista, y publicaciones más minoritarias, como Laye, El Ciervo y Promos. Incluso asombra la modernidad, el europeísmo, el aire fresco, la solapada crítica que, con características muy distintas, en ellas se respiraba. Y asombra también la poca atención que los historiadores actuales les han prestado al analizar la cultura catalana de aquellos años.

Sobre Destino no existe apenas nada: sólo una tesis doctoral -creo que no publicada- y el valioso libro de J. M. Huertas, pero limitado sólo a tres momentos muy concretos de su historia. Y sin embargo, Destino representó para muchos la continuidad con cierta Cataluña, liberal y catalanista, de antes de la guerra civil que reaparecería intacta 40 años más tarde. Revista -más tarde Revista Europa- es la más desconocida y sobre ella, que yo sepa, no hay nada escrito. Ha caído en el olvido más completo de una forma totalmente injusta siendo, como era, la mejor expresión de ciertas vanguardias culturales: Cirlot en arte, Juan Francisco de Lasa en cine, Enrique Sordo en teatro, Urruela y Riera Clavillé, entre otros, siguiendo semana a semana el incipiente proceso de unidad europea. Sobre Laye existen los diversos estudios de Laureano Bonet, especialmente su monografia La revista Laye (Península, Barcelona, 1988), y abundantes referencias en los libros de memorias de algunos de sus colaboradores. Sobre El Ciervo tenemos el imprescindible volumen, dirigido por J. A. González Casanova, titulado La revista El Ciervo (Península, Barcelona, 1992), que es de gran interés pero recoge diversos trabajos de personas vinculadas a ella y, por tanto, sin la necesaria mirada exterior.

La escasez de investigaciones sobre estas revistas, en mayor o menor medida influyentes en la vida cultural y política catalana en diversos momentos del franquismo, contrasta con las numerosas monografías sobre otros aspectos de nuestra realidad de mucho menor interés, entidad intelectual e influencia posterior. Sólo la sesgada y sectaria actitud de buena parte de nuestros historiadores explica estos vacíos sin los cuales no puede entenderse la Cataluña que a fines de los setenta protagoniza el cambio democrático. Probablemente es un aspecto más de la reinvención de nuestra historia que están llevando a cabo ciertos comisarios de la cultura oficial.

Que El Ciervo haya durado 50 años sería un verdadero milagro si no conociéramos la inteligencia y tenacidad de Lorenzo Gomis y de Roser Bofill, los auténticos motores de la publicación a lo largo de este medio siglo. Fundada por un grupo de jóvenes cristianos -ya encabezados por Gomis- pertenecientes a familias de la burguesía media y alta de Barcelona, El Ciervo pretendió, desde sus comienzos, ser una revista de crítica social, cultural y religiosa, sin grandes pretensiones teóricas, escrita en un estilo claro y sencillo, ligada a la realidad del momento y con vocación de disentir moderadamente del mundo que la rodeaba. Aranguren dirá, un año después de su aparición, que los jóvenes que la dirigían tenían 'la buena costumbre de decir aquello que a juicio de los bien pensantes no se debe decir'.

Sobre todo en aquellos primeros años, quienes escriben en El Ciervo no son -ni pueden ser por la censura, estatal o eclesiástica, existente- unos críticos radicales del sistema, sino simplemente unos chicos honestos y cultos, que leen los mismos libros y se hacen preguntas aparentemente ingenuas sobre un mundo que no les gusta. Especialmente les sorprende y les duele el contraste entre una lectura honesta de los Evangelios y una sociedad y un Estado que se declaran oficialmente católicos. A partir de ahí comienzan a descubrir las contradicciones de la realidad social, política y cultural que les rodea. El Ciervo, en sus primeros tiempos, no es más que la expresión, en voz alta, de la perplejidad que les producen estas reflexiones.

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En una sociedad tan controlada y pacata como aquélla, era inevitable que se convirtieran rápidamente en comedidos disidentes. Más adelante, con la entrada de jóvenes más radicales, como Alfonso Comín y José Antonio González Casanova, esa disidencia fue más notoria, pero sin traspasar ciertos límites: de Bernanos, Chesterton, Teilhard de Chardin y Graham Green se pasó a Mounier, Congar, Rahner y Lanza del Vasto. A su vez, se enlazaba con un núcleo de ideología similar en Madrid, agrupado en torno a Eduardo Cierco, que les permitió aportar voces como las del padre Llanos, Ruiz-Giménez, Aranguren, González-Ruiz y Díaz-Alegría.

Para conmemorar su 50º aniversario El Ciervo ha publicado un número extra que da una visión realista de lo que ha sido a lo largo de su trayectoria e incluye artículos de todas las épocas. Leyéndolos se comprenden bien las muchas cosas que ha sido El Ciervo. Lean el de Francisco Salvá Miquel, publicado en 1951, que comienza diciendo: 'Reconozco que es mejor ser 'buen chico' que ser atracador; pero creo -con violencia- que es una desdicha abominable ser un 'buen chico': aunque hoy es difícil creerlo, una frase así, dicha en aquella época, era revolucionaria. Lean también el de Francisco Condomines Perder en los dos bandos (1953) y el de José Luis Urruela El veneno de la guerra (1964). También el de Lorenzo Gomis Vivir en minoría (1971) y el de Alfonso Comín sobre la muerte de Albert Camus (1960).

Quizás comprendan, tras estas lecturas, el moderado radicalismo del grupo de El Ciervo, las dificultades de pensar libremente en tiempos de censura y lo mucho que algunos debemos a esta revista que pasado mañana cumple 50 años.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

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