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Columna
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Contra el aire acondicionado

¿Qué extraña fascinación nórdica, qué oculta vocación de suecos, hace que este país soporte tan mal el calor? ¿Por qué estos meses de verano se convierten entre nosotros en una jeremiada continua sobre lo terribles e inhabitables que son nuestras temperaturas, lo imposible que es aguantar estos calores, lo mal que lo pasamos sometidos a la tortura veraniega? Pasar frío está bien visto. El frío tiene entre nosotros buena prensa. El frío se soporta con un estoicismo viril y montañero, a todas luces saludable. Por el contrario, el calor no se soporta bien, se lamenta. Pasar calor es un horizonte siempre negativo, como dejarse caer por una pendiente complaciente, sudorosa.

Tengo para mí que entre estas opiniones contrarias sobre el frío y el calor, en la tremenda intemperancia respecto al calor en que militamos en esta orilla del Mediterráneo, participa de algún modo la valoración distinta que tenemos del Norte y del Sur. El Norte es el frío laborioso y calvinista, el 'Nord enllà' donde la gente es, en los versos de Espriu, 'culta, noble, rica, desvetllada i feliç'. El calor viene del Sur, de un espacio desierto y semítico, del lugar que la ironía de Pere Quart pintaba en términos simétricos al escepticismo de Espriu: 'On sembla que la gent és bruta i pobra, accidiosa, inculta, resignada, insolvent'. El prestigio del frío va asociado a un ideal de aire limpio y salutífero, alpino. El desprestigio del calor va asociado a la molicie y la meridionalidad.

El frío goza de prestigio, mientras que al calor se le tiene por algo innoble, propio de las gentes del sur. Existe un autoodio geográfico que pretende eliminar el calor mediterráneo y sustituirlo por el frío del aire acondicionado

Por eso a los que amamos el calor nos sabe mal la intemperancia ante las altas temperaturas de la mayoría de nuestros ciudadanos y el coro de lamentos con que acompañamos de junio a septiembre nuestras observaciones meteorológicas. Pero si todo quedase en palabras, tendría un pase. Lo malo es que el odio al calor pasa al terreno de los hechos. La añoranza de un frío mítico, el desprecio a un calor meridional, convierte el verano en la estación de refrigeración perpetua, artificial, metálica. Esos aires acondicionados polares con que nos reciben bancos y restaurantes, cines y auditorios; esos frigoríficos rodantes en que convierten sus automóviles algunos de nuestros amigos, a temperaturas decididamente invernales y renunciando al supremo placer de circular con las ventanas abiertas; esos ventiladores enfocados directamente a la nuca con los que quienes no tienen aire acondicionado combaten resignadamente la plaga de calor, con una especie de disculpa por no tener a mano medios refrigeradores más letales... La temperatura del verano en nuestras latitudes es abiertamente glacial. Y si el amante del calor o, simplemente, el adversario del frío sugiere quitar el aire acondicionado, es visto por los compañeros de oficina o de manteles como un tipo insolidario que quiere condenar a los demás al infierno en la tierra.

El resultado es, inevitablemente, un frío artificial, seco, de máquina. El resultado es un verano de contrastes helados o sudorosos que lo convierte en un periodo del año enfermizo, lleno de achuchones y dolencias. Cerrando los ojos, veo este aire enfriado como un cultivo de bacterias invernales, como una fábrica de resfriados, como un líquido helado que se te mete por dentro del cuerpo hasta congelarte las amígdalas. Mala cosa. Este gusto por el aire acondicionado tiene algo de provinciano, de nuevo rico. Un culto a la posibilidad tecnológica de vencer a las estaciones y de vencer a la geografía. Pero tiene también algo de autoodio geográfico: aquí, al lado del Mediterráneo, en estas latitudes, toca calor en verano. Odiarlo, querer quitárnoslo de encima, es una revolución contra la propia geografía, es un rechazo contra la propia naturaleza, es querer ser otra cosa: suecos del sur, alpinos marítimos, suizos de los llanos. Por favor, paremos las refrigeraciones salvajes. Por favor, declaren a los amantes del calor como quien suscribe este artículo especie digna de una mínima protección. Por favor, abramos las ventanas y cerremos los aires acondicionados. Piensen que para algunos la imagen verdadera del infierno no tiene calderas como la sala de máquinas del Titánic, sino que tiene aparatos de aire acondicionado a toda potencia y enormes ventiladores que castigan el cuerpo con un eterno aire glacial.

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