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OPINIÓN | APUNTES
Columna
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Ante una nueva ley

El análisis del anteproyecto de Ley Orgánica de Universidades (LOU) que ha presentado el Ministerio de Educación no puede ser más decepcionante. Es obvio que, para los redactores del borrador, los problemas de la universidad española se centran en dos grandes conceptos: la endogamia y la mala gestión universitaria. Desde esta concepción simplista de la problemática de la educación superior en España, se ha modificado la existente Ley de Reforma Universitaria (LRU) añadiendo y cambiando párrafos en aquellos puntos que se supone deben arreglar los grandes males que condicionan el funcionamiento de la universidad.

El sistema de selección del profesorado que introdujo la LRU mejoró en gran medida el sistema previo y buscó como filosofía la formación de grupos de investigación que pudieran consolidarse, una base necesaria para el despegue de una, en ese momento, titubeante política de I+D. Lo que de forma alegre e injustificada se califica como endogamia es en la práctica un sistema en el que se forman profesores a lo largo de un proceso que comienza con una formación investigadora en la etapa inicial de becario (condición para la que es necesario un excelente expediente) y una posterior formación docente en la de ayudante (plaza conseguida mediante un concurso público de méritos). Después de esta formación, que abarca un periodo próximo a los 8 años, el candidato está en condiciones de presentarse a una oposición al cuerpo de profesores del Estado, oposición que se publica en el BOE y que es de carácter público. No parece que esta descripción se acerque a una interpretación de la palabra endogamia que parece confundirse más con una forma de nepotismo. Este sistema ha permitido llevar la investigación española a unos niveles desconocidos antes, multiplicando exponencialmente los resultados que se tenían antes de la aplicación de la LRU. Cierto es que todavía estamos lejos de los números de otros países de la UE, pero estas diferencias, antes que ser achacadas a la endogamia, habría que relacionarlas con la abismal diferencia que nos separa en materia de inversión económica en investigación y educación superior, cercana al medio punto en términos relativos al PIB. El sistema de selección del profesorado actual tiene todavía carencias y puede ser mejorado en gran medida, pero no parece que la vuelta a un modelo ya caduco y que llevó a la investigación española al callejón sin salida de los setenta sea la solución. El modelo propuesto por el ministerio confunde la movilidad de los investigadores con una transhumancia laboral que desestabilizará a largo plazo los grupos de investigación consolidados y evitará la creación de grupos nuevos, volviendo a los estructuras unipersonales. La movilidad del investigador es una clave fundamental para la mejora de la calidad de la I+D en nuestro país, pero entendida está como un medio para compartir los conocimientos y lograr trabajos conjuntos. El problema de la selección ha dejado en segundo plano, además, dos problemas mucho más graves que presenta el anteproyecto: por un lado, la definición de las figuras de profesorado funcionario, completamente obsoleta y que debe ser superada y adaptada a las nuevas estructuras docentes y, por otro, la importante precarización del profesorado universitario cuando se admite, ahora ya por ley, que la mitad del profesorado de la universidad pueda ser temporal. La nueva ley introduce nuevas figuras de profesorado sin establecer un mínimo concepto de carrera docente, lo que sin duda reverterá en la utilización indebida de estos profesores, tal y como ha ocurrido con los actuales profesores asociados.

Pero donde realmente se cambia la LRU y se manifiesta de forma importante el concepto de universidad que subyace tras esta ley es en los cambios profundos que tienen lugar en los órganos de gestión. Los sistemas planteados en la LRU, necesarios en su día, se ven hoy como sistemas poco flexibles que no permiten la agilidad de gestión necesaria para una universidad que se enfrentará a los retos de espacio único europeo en el 2010. En este momento, existen serias dificultades de gestión que tienen su base en la injerencia competencial entre los diferentes órganos como centros y departamentos y los creados tras la reforma de los planes de estudio. Es evidente también que el sobredimensionamiento de los claustros hace que su funcionamiento sea lento. Sin embargo, la nueva ley ha obviado por completo estos problemas y tan sólo se ha centrado en una sistemática de control de la gestión de la universidad que raya en la inconstitucionalidad al afectar gravemente al principio de autonomía universitaria.

La composición prevista del nuevo Consejo de Gobierno supone, en la práctica, duplicar el control de la gestión universitaria. La nueva ley opta por un aumento del poder de los órganos unipersonales, en especial el del rector, que pasa a tener un cariz presidencialista y crea un clima de confusión competencial en tanto en cuanto deja al arbitrio de cada universidad no sólo sus competencias, sino también su composición. En este sentido, al imponer una cuota mínima importante al personal funcionario doctor, se olvida de la nueva realidad universitaria que presenta la ley, con casi un 50% del personal no funcionario y, por supuesto, deja en testimonial la participación de los estudiantes y el personal administrativo en la gestión. Se evidencia así un completo desconocimiento de la realidad del mapa de la educación superior española, donde existen centros y departamentos donde el profesorado funcionario no tiene por qué poseer el grado de doctor, por ejemplo, en las escuelas universitarias. En general, la nueva ley tan sólo aumentará aquello que desde ciertas esferas (curiosamente, las mismas que promueven este texto) siempre ha denunciado: la politización de la universidad, que quedará reflejada en la elección presidencialista de un rector sujeto a los intereses de los grupos que hayan financiado su campaña.

Es sintomático que, en ningún momento, se habla de competencias académicas de los órganos de gestión y, cuando se hace, se reproducen los errores de la LRU, creando problemas competenciales antes incluso de ser aplicada, al asignar las mismas a departamentos y centros. Una evidencia más del poco interés del equipo de redacción de este documento en la función académica de la universidad.

No hace falta extenderse mucho más en las críticas a este documento. Otros aspectos como la cortina de humo ante la sociedad que supone la supuesta desaparición de la selectividad, el beneficio hacia las universidades privadas y, sobre todo, las dependientes de la iglesia católica o la falta absoluta de interés en establecer los necesarios métodos de financiación de la universidad española son ejemplos de la poca utilidad que a largo plazo tendrá esta ley.

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La universidad se enfrenta ante retos de gran importancia en el horizonte del 2010 que obligarán a profundos cambios, desde académicos a estructurales, para los que será necesario un soporte legal de gran calado que permita afrontarlos con éxito. Es necesaria una nueva ley, pero que nazca de la reflexión entre la comunidad universitaria y el Estado y que recupere los objetivos de la universidad como lugar de creación y transmisión de la ciencia y la cultura.

Álvaro Pons es delegado sindical de FETE-UGT en la Universidad de Valencia.

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