El debate universitario
La actual legislación universitaria ha contribuido, durante sus 18 años de vigencia, a la modernización de esa institución, pero ha revelado también sus insuficiencias para adaptarse a los cambios sociales producidos en estas dos décadas. El debate ahora sobre su reforma empieza lastrado por un método poco participativo en su gestación. Percibido como una imposición por la propia comunidad universitaria y por las autoridades autonómicas, lo que está en peligro es el deseable consenso sobre su contenido. Esa cuestión, unida a la urgencia de los plazos planteados por el ministerio, ha contribuido a desviar el debate de los problemas de fondo. Por un lado, lo que la sociedad espera y exige a la Universidad hoy en términos de docencia, investigación y contribución al desarrollo económico y social en un entorno en el que el conocimiento desempeña un papel esencial. Por otro, lo que la Universidad tiene derecho a esperar de la sociedad, especialmente en términos de recursos, un aspecto en el que las diferencias son enormes en comparación con los países de nuestro entorno.
El debate se ha centrado hasta ahora en la selección del profesorado y los órganos de gobierno. Tras darse a la publicidad el borrador preparado por el ministerio, se han sucedido las propuestas de los rectores, las de los partidos de la oposición y las de diversos colectivos, junto con una nueva propuesta ministerial que modifica en parte el borrador inicial. Sobre la selección de profesores, todos parecen coincidir en la conveniencia de una única instancia evaluadora que filtre las candidaturas antes de que las universidades escojan entre quienes han satisfecho este requisito. La propuesta ministerial prevé una habilitación mediante unos ejercicios. Una prueba de este tipo conduciría a que los candidatos que la hubieran pasado fueran considerados como profesores con todos sus derechos, aunque ninguna universidad les ofrezca una plaza. Lograr, por otra parte, que el número de habilitados coincida con el de plazas vacantes, nivel por nivel y área por área, parece una utopía.
Parece más adecuada la propuesta de los rectores: que la habilitación sea sustituida por una acreditación basada en el currículo de los candidatos, mientras que las pruebas sean responsabilidad de las universidades para plazas concretas. La existencia de esta primera instancia mejorará el nivel de los profesores si las comisiones encargadas de acreditar tienen competencia científica, sensatez y experiencia, pero sería ilusorio pensar que pueden hacer desaparecer prácticas endogámicas que responden más a la cultura de las comunidades académicas que al método con el que seleccionan a los profesores.
En cuanto a los órganos de gobierno, el ministerio da marcha atrás en su idea de que un tercio del Consejo de Gobierno esté compuesto por miembros externos, procedentes del Consejo Social, pero insiste en un detallismo excesivo a la hora de determinar su composición, que puede convenir diferenciar en función de las circunstancias de cada universidad. El Consejo Social recupera así su función supervisora y se refuerzan sus competencias. La experiencia de los consejos sociales hubiera aconsejado un análisis previo de las causas de su escaso impacto, debido quizá al perfil y a la dedicación de sus vocales, antes de aumentar sus funciones. Y, en todo caso, remarcar su compromiso en la obtención de recursos externos, misión en la que no se han desempeñado con excesiva brillantez.
Por lo demás, eliminar la componente académica de los consejos sociales puede aumentar aún más su aislamiento de la realidad universitaria, y convertir al rector en un mero invitado sin voto parece excesivo. El rector, responsable ante la sociedad de todo cuanto afecta a la universidad y su máximo representante elegido por el conjunto de la comunidad universitaria, no puede estar como oyente sin voto en un importante órgano de gobierno de la universidad.
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