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En estado de circo

Ya se van apagando los ecos informativos del acontecimiento cultural valenciano del año, la aprobación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua. Ya se han pronunciado todos los que se tenían que pronunciar, desde la Universidad hasta los partidos políticos. Ya se abre un periodo de tranquilidad para que los académicos -a quienes deseo los mayores éxitos en su misión- se pronuncien sobre las múltiples cuestiones que inevitablemente tendrán que encarar. Ya está, pues, todo en orden. Ha llegado el momento de hablar de otra cosa o, mejor dicho, de hablar de la cosa sin más. ¿De cuál?: de la cultura valenciana, naturalmente.

Ahora que al fin podemos mirar hacia atrás sin ira, ha llegado el momento de reconocerlo: hasta hoy mismo, resultaba difícil hablar libremente de según que cosas. Y lo que es peor: por no poder hablar, tampoco se podía hacer. Durante un larguísimo cuarto de siglo, todo lo que se acometió en el mundo cultural valenciano estuvo, inevitablemente, expuesto a ser clasificado, tildado de sectario y, en última instancia, anatemizado por unos y alabado sin reservas por otros. En una sociedad crispada, como ha sido la nuestra, era imposible la ironía, las ambigüedades o la duda. Si ibas con nosotros, ya se entendía que tenías que aceptar, no sólo algunos compañeros de viaje que tú nunca habrías escogido, sino ciertos presupuestos culturales que iban mucho más allá de la cuestión lingüística: presupuestos que suponían actitudes lapidarias ante la estética, la filosofía de la vida, la política, las costumbres sociales, ante todo.

Cultura no es esto o aquello, cultura suele ser esto y aquello. Pero en Valencia hay un problema cultural serio. Tan serio que hasta que la valiente (por más que interesada) decisión política de unos y de otros ha logrado cortar nuestro particular nudo gordiano, hemos tenido una cultura atenazada, apocada, menesterosa. Sólo así se explica la actuación de los responsables de la cosa cultural, con este gobierno, pero también con los anteriores. En la Comunidad Valenciana, donde tanto se ha temido levantar ampollas, la cultura no está ni en estado de gracia ni en estado de sitio, ni va bien ni va mal: es un puro simulacro, se complace en un intemporal estado de sitio.

Entendámonos, no quiero hacer un alegato ombliguista. No obstante, a cualquier observador imparcial le llama la atención que la enorme potencialidad cultural valenciana se dilapide como se está haciendo, que, en lo cultural, parezcamos un país del tercer mundo, de los que sólo importan y tan apenas exportan otra cosa que materias primas (¿cuántos pintores, escritores, bailarines valencianos..., han tenido que buscarse la vida en otro sitio?). Siempre que hay que organizar algo, se encarga a alguien de fuera, para que traiga lo que no puede herir porque no lo avalan ni unos ni otros (con que lo avale nuestro erario ya está bien). Veamos. Se organiza una Bienal de Arte. Estupendo, aunque podría decir muchas cosas de ella, que el arte pertenece a la dóxa. Mas lo que resulta evidente es que, en una comunidad en la que eso de fusionar los lenguajes artísticos se inventó ya en la edad media (y, si no, que se lo digan al Misteri d'Elx o a la festa del Corpus), en una comunidad en la que existe un taller de ópera del que han salido producciones memorables, no sólo no se confía en los activistas culturales valencianos, sino que, según me comentaba uno de ellos, ni siquiera se les invita a la inauguración (tengo una curiosidad: ¿quiénes serías los 900 invitados del 'mundo de la cultura' que cenaron separados del populacho por unas vallas?: conozco a mucha gente del mundillo y todos vieron el evento por TV). O los congresos que se escudan tras el patronazgo del Ayuntamiento de Valencia y que vienen a ser como ejercicios espirituales en los que se encierra entre cuatro paredes a una decena de santones (milagrosos, eso sí) para que reflexionen sobre grandes temas que no sabemos si habrían interesado al personal porque, de hecho, ni se entera ni se le esperaba. Durante años nuestros responsables políticos han entendido la cultura como un espectáculo, el mayor del mundo. Todo ha sido mundial, igual que el circo. Lo que caracteriza al circo, frente a otros espectáculos, es que todos los números son exóticos y, por lo tanto, de importación: si domadores, que sean de leones, mejor que de jabalís, si equilibristas, de Birmania, mejor que de Alicante, sólo se salvaban los payasos y no siempre (aquí preferían los mimos, por aquello de que no hablan, ni valenciano ni castellano).

Hay que ser justos. No todo ha sido así y no todo es así. La UIMP, por ejemplo, ha mantenido a lo largo de los años un delicado equilibrio entre la cantera y las aportaciones externas, y eso que en cuestión de ciencia no nos va tan bien como en el aspecto cultural. La Alfons el Magnànim, antes IVEI, ha sido digna, que no es poco. La política de infraestructuras culturales ha dotado a la Comunidad Valenciana con una red de museos (desde el Pío V y el IVAM hasta el Arqueológico de Alicante) más que estimable. Las universidades han propiciado alguna iniciativa interesante. Pero es poco, poquísimo. De momento, estamos donde estábamos, en estado de circo.

Lo cual sólo sería triste, aunque políticamente irrelevante, si no aspirásemos a ser la tercera comunidad autónoma española, la que impone patrones de comportamiento, creencias y actitudes a las demás. Pero para serlo de verdad no basta con pregonarlo urbi et orbe: hay que creérselo y obrar en consecuencia.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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