El ventilador fétido
La propensión de los actores de teatro a identificarse con el personaje del libreto de la obra representada durante muchas funciones es menos peligrosa que la tendencia de los profesionales del poder a metabolizar sus cargos públicos y a confundir su identidad personal con el papel que les ha sido asignado en el reparto político. El misterioso síndrome de La Moncloa que viene aquejando a los inquilinos -provisionales por definición- de la residencia presidencial desde los comienzos de la transición no es probablemente sino la enfermedad gremial de la gente repentinamente transportada a la cumbre del poder; la lógica de una situación en sí misma patógena suele ser reforzada por la cortesanía aduladora y la autocensura intimidada de las personas que trabajan a sus órdenes o que esperan sus favores. El resultado es que el titular de la más alta responsabilidad ejecutiva del Estado termina contemplándose en el espejo como la encarnación terrenal del arquetipo de presidente del Gobierno, mesías aguardado desde los orígenes de los tiempos. Los regímenes autoritarios y caudillistas no poseen la exclusiva de esas transformaciones milagrosas: la experiencia española enseña que tan portentoso fenómeno también se da en los sistemas democráticos.
Abstracción hecha del ritmo de incubación de la dolencia, de la intensidad de sus manifestaciones y de la eventual reversibilidad de sus secuelas, parece indudable que Aznar es víctima de un brote galopante y agudo del célebre síndrome desde el comienzo de su mandato con mayoría absoluta. Los síntomas son evidentes: los airados denuestos del presidente del Gobierno cuando los socialistas le toman la delantera en algún asunto (sea el pacto antiterrorista, el futuro de la UE, la reforma del IRPF o la financiación autonómica); las destempladas contestaciones a los portavoces de la oposición en las sesiones parlamentarias de control; las estrategias desplegadas para coartar la independencia del Poder Judicial (las competencias del Supremo en el caso Liaño) y para instrumentalizar a su servicio al ministerio fiscal (el caso Piqué); la ensoñación de que el trato del presidente del Gobierno español con sus homólogos de otros países tiene caracter personal y no institucional (la fraternal amistad con Bush tres horas después de conocerle) y de que sus viajes al extranjero le convierten en un experto en política internacional; la patrimonialización excluyente del banco de datos de la Administración del Estado como fuente de sabiduría personal; la intemperancia tabernaria con los periodistas cuando sus preguntas resultan incómodas o le obligan a réplicas comprometedoras.
La conferencia de prensa dada por el presidente del Gobierno al concluir la cumbre de Gotemburgo fue un muestrario de esos síntomas. El autoritario empeño de Aznar por imponer como verdad revelada la historia oficial de las negociaciones europeas sobre la ampliación comunitaria trasluce su resistencia a promover un libre debate nacional en torno al futuro de la UE, reflejo tal vez de la inseguridad de sus posiciones. Todavía más significativas fueron las respuestas de Aznar a las preguntas relacionadas con la insuficiente lucha del Gobierno del PP contra la corrupción en España: desde las reticencias a la firma del Convenio Civil y Penal del Consejo de Europa hasta el entorpecimiento por el ministro de Justicia -a través del fiscal general del Estado- de las investigaciones de la Fiscalía Anticorrupción, pasando por el retraso en la publicación del informe Greco.
Aunque antes se hablaba de 'esas cosas' y 'eran ciertas', contestó a la prensa el presidente del Gobierno, la corrupción despareció hace 'cinco o seis años'. La guinda de esa insatisfactoria réplica (desconocedora de que la corrupción no tiene fronteras temporales, nacionales o ideológicas) fue la descarada amenza de aplicar el ventilador sobre las letrinas socialistas ('el que lo plantee, que lo plantee con todas sus consecuencias'), como si los delitos ajenos del pasado sirvieran de eximente a los delitos propios del presente. La proclividad de Aznar a embanderarse indebidamente con la Constitución al menor pretexto también le llevó a sostener que sólo una reforma de la norma fundamental podría impedir las interferencias del Gobierno sobre las actuaciones de la Fiscalía Anticorrupción; una torpe y maliciosa confusión entre el procedimiento constitucional para designar al fiscal general y el deber que incumbe al ministerio público de defender los derechos de los ciudadanos y la independencia de los tribunales según los principios de legalidad e imparcialidad.
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