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LA CRÓNICA
Columna
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DeLillo y los mosaicos

En 1992, en plena resaca posolímpica, el escritor norteamericano Don DeLillo estuvo en Barcelona. Se alojó en el hotel Claris y allí recibió a unos cuantos periodistas. Habló de sus libros, reflexivos monumentos sobre conspiraciones, terrorismo, cultura de masas, tecnofascismos, minuciosos frescos en los que cada detalle es el síntoma de una desgarradora decadencia moral. Se mostró amable, correcto, y no presumió de ninguno de sus premios (el National Book, The Pen / Faulkner Award, el Jerusalem y la medalla Howells de la Academia de las Artes y las Letras). Aprovechando las pocas horas libres que tuvo, DeLillo visitó, junto con su esposa Barbara, la Sagrada Familia y, dando una vuelta por las inmediaciones del hotel, descubrió las baldosas mosaico del paseo de Gràcia. Fue un amor a primera vista. A partir de aquel momento, procuró pasar por el paseo de Gràcia a todas horas y recorrerlo con los ojos fijos en este fascinante y exótico mosaico que, por respeto, casi no se atrevía a pisar.

En 1992 el escritor Don DeLillo estuvo en Barcelona y quedó impresionado por el pavimento de Antoni Gaudí en el paseo de Gràcia

Entonces todavía no existía, pero hoy, en la tienda del centro cultural de la Caixa de Catalunya, se pueden adquirir reproducciones de estos mosaicos por 1.250 pesetas. Vienen en unas cajitas en cuyo interior hay una nota que dice así: 'Mosaico hidráulico diseñado por Gaudí para Escofet 1886, SA, original composición de piezas hexagonales, cada una de las cuales contiene tres terceras partes de tres dibujos diferentes que representan elementos marinos. Gaudí escogió temas marinos porque el mosaico estaba destinado a la Casa Batlló, donde el concepto del mar y del agua estaba muy presente, aunque después fue construido para La Pedrera'. A DeLillo le encantó descubrir que aquellas terrícolas baldosas eran obra de Gaudí. Un viejo con pinta de indigente atropellado por un tranvía y que resulta ser el mayor visionario de la arquitectura mundial, ese podría ser el protagonista de una de las novelas que es capaz de parir este brillante escritor admirado, entre otros, por Paul Auster, Siri Hustved, Claudio López Lamadrid, Jordi Costa y Javier Calvo. 'Escritores y terroristas tienen en común el estar implicados en una lucha por saber cuál de los dos domina el mundo', le contó a Xavier Moret en una entrevista para Ajoblanco. Y en otra entrevista, añadió: 'Los escritores han perdido su influencia a favor de los terroristas'. En 1992, EE UU todavía no había atravesado su peor quinquenio terrorista y esos asesinatos que luego dan pie a venganzas aplicadas por un Estado que ejecuta a sus reos, ni podían imaginar que el desmadrado hijo de Bush acabaría siendo el presidente. En 1992, vivimos una breve tregua terrorista que no podía hacer presagiar lo que vendría luego: un incesante alud de luto y sangre. Está claro que los escritores no pudieron detener a los terroristas (si alguno lo intentó, fue criticado por entrometerse en asuntos de Estado o de nación sin Estado).

Desde entonces, DeLillo ha escrito una de sus novelas más largas, Submundo, un adictivo mamotreto lleno de recovecos, de estructura compleja, que no permite ninguna distracción al lector. Por esas mismas aceras enmoquetadas por Gaudí, por ese mismo paseo de Gràcia convertido hoy en escaparate de franquicias, desfilaron miles de ciudadanos aterrados, firmes en la repulsa pero probablemente aterrados. Primero para manifestarse contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Más tarde, contra la muerte de Ernest Lluch, víctima de los únicos que, en nuestro país, siguen defendiendo y aplicando la pena capital. Siempre que paso por el paseo de Gràcia pienso en DeLillo. Y a continuación, miro el suelo y esos acuáticos mosaicos. Sobre todo en los últimos días, quizá porque acabo de leer la traducción francesa de su última novela, The body artist, (que se publicará aquí en el 2002). Uno de sus personajes es un director de cine suicida y barcelonés, llamado Alejandro Alquezar, hijo de un obrero muerto durante la guerra civil (DeLillo nació en 1936) y que, posteriormente, viaja a la URSS con el batallón menos culpable de cuantos tuvieron que salir por piernas: los niños de la guerra. Este detalle no tiene excesiva importancia en este breve, intenso y torturado relato, disección del dolor producido por una ausencia brutal. Precisamente por eso, porque no hacía falta que Alquezar hubiera nacido aquí, porque hubiera podido nacer en Bombay o Marsella, sospecho que de algún modo, con esta pequeña referencia, DeLillo devuelve la impresión que le produjo aquella Barcelona gaudiniana en la que el terrorismo, pese a sus durísimos zarpazos, todavía no se había instalado como una fundada hipótesis, permanente espada de Damocles. Allí está DeLillo, en plena forma, con su penetrante mirada de jefe sioux, adivinando, como un meteorólogo, las catástrofes morales que se aproximan, tejiendo argumentos complejos que, como una exigente gimnasia cerebral, desarrollan la musculatura y te permiten alcanzar las más altas cimas del placer de leer. Hexagonal, hidráulico y visionario como Gaudí: ésta podría ser una buena definición de DeLillo.

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