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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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Monsieur de Paris

El presidente Bush llegaba a España pocos días después de la liberación de Joaquín José -'no culpable'- del corredor de la muerte y pocas horas después de la ejecución de Timothy James McWeigh -culpable, confeso y mártir, sobre todo mártir- en el Estado de Indiana.

'¿Qué se puede esperar cuando un cretino llega a ser el presidente del Imperio?', se preguntaba Rosa Montero en este periódico el martes, 12 de junio, el mismo día en que el avión del presidente Bush aterrizaba en Barajas. Cretino o no, es innegable que la llegada del presidente, un presidente que siendo gobernador del Estado de Tejas firmó 152 sentencias de muerte, ha desencadenado una pequeña tormenta antiyanqui, harto previsible tras el patriótico recibimiento -'se nota, se siente, Joaquín José es inocente'- que una multitud enfervorizada dispensó a Joaquín José Martínez. De la noche a la mañana, unos cientos de miles de españoles hacen extensivo el desprecio que Rosa Montero siente por 'el más espeluznante y despiadado serial killer de la historia carcelaria americana', a la totalidad del pueblo norteamericano. Mientras tanto, yo me pongo en el pic-up la banda sonora (Johnny Mandel) de I want to live! [¡Quiero vivir!], el filme de Robert Wise, morrocotudo alegato contra la pena de muerte, al tiempo que grito: '¡Aspira fuerte, aspira fuerte, Barbara Graham!', para que la pobre putilla, la madre-putilla que se complicó la vida pero que no mató a nadie, tenga una muerte rápida, lo menos dolorosa posible, en la cámara de gas.

Hubo que esperar a 1981, año del triunfo de Mitterrand en las presidenciales, para que la pena de muerte desapareciese en Francia

Mi educación como abolicionista (contrario a la pena de muerte) viene del mejor cine y de la mejor literatura norteamericana, como viene de Goya, de El verdugo, de Victor Hugo (Le dernier jour d'un condamné), y de Koestler y de Camus. Y, hablando de Victor Hugo, que ya en 1848, en la Asamblea francesa, pedía 'l'abolition pure, simple et définitive de la peine de mort', permítanme que les cuente lo que pasaba en París en junio de 1939. En París, la capital de la patria de los Derechos del Hombre.

En junio de 1939 yo era un bebé de un año y pico. Vivía en París con mis padres. El 17 de aquel mes guillotinaron a un tal Eugène Weidmann. Según me contó mi madre años después, el tal Weidmann, un alemán inteligente, un pico de oro, guapo de solemnidad, se había liado con una joven bailarina de Brooklyn, Jean de Koven, la cual había aterrizado en París con la intención de hacer carrera. Weidmann, después de explotarla, la mató. Lo condenaron a muerte. Mi madre me dijo que de no ser tan guapo y, sobre todo, de no ser alemán -alemán en junio de 1939-, probablemente no le hubiesen condenado a muerte. Al parecer, su madre se pasaba el día rezando en Notre-Dame.

El 17 de junio, el día de la ejecución, París se llenó de un impresionante gentío de curiosos llegados para presenciar cómo Desfourneaux, el verdugo -o Monsieur de Paris, que es como los franceses llamaban a su verdugo-, cortaba la cabeza al alemán. La ejecución estaba prevista para el alba, pero no sé por qué extrañas razones se retrasó. Total, que cuando llevaron a Weidmann a la guillotina era de día y lucía un sol espléndido. La ejecución era en una calle vecina a la cárcel de la Santé. Las ventanas de las casas que daban a la escena del crimen -crimen legal, de Estado- se vendieron a precio de oro. Poco antes de la ejecución, la música sonaba en chiringuitos improvisados y la absenta y el rouge se consumían en grandes cantidades. Desfourneaux se mostró descaradamente inexperto: tardó 12 segundos, dos veces más de lo acostumbrado, en colocar la cabeza de Weidmann en la lunette. La cuchilla tardaba en caer. Pero al fin cayó, y la muchedumbre prorrumpió en gritos contra los boches, mientras cuatro putas, putas caras, mojaban sus pañuelos en la sangre del guapo alemán que se deslizaba por entre los adoquines. Los fotógrafos sacaron cientos de instantáneas de la ejecución -algunas de esas instantáneas se vendieron luego como postales-, y la juerga duró hasta la madrugada del día siguiente.

Fue un verdadero escándalo, en Francia y en el extranjero. El primer ministro, Édouard Daladier, ordenó que a partir de entonces las ejecuciones se llevasen a cabo en el interior de las prisiones.

Eso ocurría en junio de 1939. Cuando los alemanes ocuparon Francia, Desfourneaux siguió accionando la cuchilla, ya sea al servicio de Vichy o de la Gestapo. Rodaron cabezas de criminales, de partisans, de judíos e incluso de mujeres, como la planchadora Marie-Louise Giraud, acusada de haber violado las severas leyes que prohibían el aborto (la pobre Marie-Louise no se cansaba de gritar que su delito, si delito había, no era otro que el de haber prestado un servicio 'à des jeunes filles en détresse').

Llegó la liberación, y Desfourneaux no sólo no fue liquidado, detenido o suspendido, sino que continuó ejerciendo su oficio hasta que se jubiló.

El 10 de septiembre de 1977, en Marsella, en la cárcel de las Baumettes, guillotinaban a Hamida Djandoubi. Fue el último francés a quien se guillotinó, pero en aquel mes de septiembre, en Marsella, nada daba a entender que sería el último. En un puti-club cercano a la Ópera, la noche anterior a la ejecución, un grupo de políticos, abogados y policías celebraba el acontecimiento.

El 26 de junio de 1980, la Asamblea francesa autorizó al Gobierno su adhesión al pacto de las Naciones Unidas relativo a los derechos civiles y políticos, firmado en 1966. Dicho de otro modo: 14 años después de la firma del tratado por las Naciones Unidas, Francia se adhería a él; un tratado que no era sino una puesta en práctica de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en cuyo artículo sexto se prohíbe la aplicación de la pena de muerte a criminales menores de 18 años. Eso ocurría en junio de 1980, cinco años después de la muerte de Franco, uno después de la proclamación de la Constitución española (que acaba con la pena de muerte), cuando todavía se condenaba a la pena capital en el país vecino. Hubo que esperar al año siguiente, al triunfo de Mitterrand en las presidenciales de aquel año, para que la pena de muerte desapareciese en Francia. El 30 de septiembre de 1981, a las 12 horas y 50 minutos de la mañana, el presidente de la Asamblea francesa declaraba abolida la pena de muerte. Teniendo en cuenta las vicisitudes de la pena de muerte en la culta, luminosa y revolucionaria Francia, cabe esperar que dentro de unos años los Estados Unidos de la libertad y de los derechos civiles acabarán también con ella, por muy cretino que sea su presidente.

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