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España diluida

Sin duda muchos pensaron que, fenecido el régimen anterior y hecha sin grandes traumas la transición a la democracia, todo sería 'coser y cantar'. Abiertas las puertas de Europa, desaparecidos los últimos resquicios de un menosprecio internacional que, en realidad, siempre acababa perdonando nuestras 'culpas políticas' a la hora del comercio o el turismo, instaurada, por inmensa fortuna, una Monarquía democrática que, en palabras de su principal representante, a todos (vencedores y vencidos) quería acoger y con todos deseaba contar, elaborada una Constitución que también se reclamaba de consenso y no de imposición de grupo, el camino hacía esperar un futuro inmediato de lo más esperanzador. En otro plano, pero con no menor mérito, dos excelentes políticos, Adolfo Suárez y Felipe González, por desgracia y siguiendo la cruel costumbre hispana, muy pronto retirados del escenario político, han sabido conducir bien los primeros veinte años de nuestra juvenil democracia.

Pero en este panorama brevemente esbozado quedaba algo pendiente. Algo que el nuevo régimen heredaba enquistado del anterior, al igual que la Segunda República, allá en 1931, lo recibía, igualmente dificultado de la no tan loable Restauración canovista. Me refiero, claro está, al secularmente llamado 'problema regional'. Al del acierto o desacierto en conjugar el intocable principio de la unidad de la patria con las aspiraciones independentistas de algunas de las partes que la integran. Hay que entender y formular así de claras las cosas. Disfrazarlas con otra terminología es no querer ver el problema. Pondré únicamente un ejemplo de cómo se pueden confundir las cosas cuando no se las llama por su nombre. Acabamos de asistir al final de un debate electoral en el que una parte se llamaba 'constitucionalista'. Y, a más del carácter transitorio que toda Constitución posee (es curioso, ahora, al momento de pactar, ya se habla de esto, cuando muy poco antes la Constitución era Evangelio), es que los vascos no han aceptado nunca la vigente Constitución, como se vio en el correspondiente referéndum.

Nos habíamos olvidado. Pero es el buenazo de Bandrés quien, durante el debate constitucional, habló de 'irse con las manos vacías' porque no se había aprobado la autodeterminación (4 de octubre de 1978), y en el pleno del Congreso de poco antes (21 de julio de 1978) es el diputado Letamendía quien diáfanamente, al iniciarse el rechazo a la enmienda que proponía la autodeterminación ('seguir formando parte del Estado o separarse pacíficamente de éste y constituir un Estado independiente'), había explicado que 'si no aceptamos una Constitución que no recoja este derecho, no es por un espíritu antidemocrático, sino por coherencia con nosotros mismos'. Entonces, si todo esto ya se sabía y se sabe, ¿a qué viene hacer de la Constitución el escudo de combate?

Creo que el problema está (y me horroriza escribirlo) en que el escudo-argumento es débil. Antes y por encima de la Constitución debe haber, y sobre todo debe sentirse, un conglomerado de valores a los que la misma Ley de Leyes debe servir y proteger. Está la misma idea de España que se quiere constituir, es decir, que quiere adoptar una forma de las muchas que histórica e ideológicamente han existido: Estado social y democrático de Derecho. Es decir, lo que quiere constituirse es anterior a la forma en que se constituye. Por eso había España con Carlos III, con Alfonso XIII y con Franco. Otra cosa es que gustara o no. Pero la había, frente a mucho atolondrado que cree que este país ha nacido en 1978. Está la indisoluble unidad de la Nación española. Que es una y que reside, en lo que a su soberanía se refiere, en el pueblo español como un todo. Ende, no hay parcelas de soberanía dispersas acá o allá. España es la patria común e indivisible de todos los españoles, luego no hay 'patrias' aquí o allá. Hay patria en ese todo que es sentimiento de herencia de pasado y, a la vez, proyecto común de futuro. Los españoles nos hemos equivocado o hemos acertado juntos, no por regiones o ciudades. El Estado, forma jurídica, ideológica y administrativa de organización actual, se 'organiza territorialmente' en esto y en aquello (Título VIII). No 'se compone', como algún ilustre jurista sostenía con error hace poco en estas páginas. La fórmula de 'Estado compuesto' es la federal, y entre nosotros no se dio nada más que en el texto-proyecto de la Primera República, acabando como acabó. Cual rosario de la aurora. Finalmente, en este breve repaso esclarecedor y con la Constitución en la mano, especial servicio a esta unidad e integridad nacional deben tanto el Rey como las Fuerzas Armadas.

Esto es lo que hay. Y esto es lo que se debe defender por encima de todo. Y también enseñar. Para no caer en el particularismo del que hablaba Ortega allá por los años veinte: 'La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás'. Y concluye: 'Pues bien: la vida social ofrece en nuestros días un extremado ejemplo de este atroz particularismo. Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimientos estancos' (España invertebrada). ¿Será posible que el cuadro descrito por Ortega esté vigente también en la España de comienzos del siglo XXI?

Todo es posible en este país de bandazos y ocasiones perdidas. Y presos de la panmediocridad que con valentía denuncia Goytisolo, quizá hemos roto el ámbito de la democracia también en la historia, al igual que yo sostenía, no ha mucho, que había ocurrido en el del mundo de la Universidad.

Y por eso, por los bandazos, el siempre empezar de nuevo, las revoluciones pendientes y los cambios de pacotilla, el concepto-sentimiento de España se me presenta diluido. El localismo, lo pueblerino y hasta el general mal gusto (de Los Morancos al Gran Hermano) han instalado su reinado creyendo así borrar 'las esencias' del inmediato pasado. Llegamos a la envidia cuando vemos cantar La Marsellesa a los franceses, con frenesí y sin timidez. Cuando vemos saludar la bandera a un simple ciudadano norteamericano. O cuando un británico respeta, pase lo que pase, a su Reina y su Parlamento.

Todo este cúmulo de sentimientos, diluidos en la España de hoy, hay que enseñarlos en las escuelas (no en las ikastolas, naturalmente), vivirlo en la familia y asimilarlo en un largo pero ilusionante proceso de socialización. Y frente al 'hecho diferencial' (siempre artificial y discutible), lo que une y de donde podemos sacar fuerzas para mejorar nuestra democracia, sin olvidar las razones de la España eterna. Sí. Ya sé que esto último suena un poco a 'facha'. A ver si recuerdo quién lo dijo... Ya está: Manuel Azaña, en el Ayuntamiento de Barcelona, en perfecto castellano, en plena guerra civil y en su famoso discurso de las tres pes: paz, perdón y piedad. ¡Hay que ver lo facha que debió de ser don Manuel!

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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