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Columna
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Política de aldea

Si el triunfo del no en el referéndum de ratificación irlandés del Tratado de Niza consternó a los Gobiernos de los quince miembros de la Unión Europea (UE) que suscribieron su texto el pasado 11 de diciembre, el desconcierto fue aún mayor en la opinión pública, sorprendida de que el electorado del segundo Estado menos poblado de la comunidad -con un 34% de participación y un margen de 74.000 votos- pueda frenar su ampliación hacia el Este. Al igual que ocurrió con los referendos convocados y perdidos en Dinamarca, el caso irlandés reavivará el debate librado desde hace años sobre el déficit democrático de las instituciones comunitarias; mientras los simpatizantes de las posiciones eurocráticas interpretarán la consulta como una prueba de que la entrada en vigor de los tratados no debe depender de las consultas populares a causa de la complejidad técnica de sus contenidos y de los delicados equilibrios alcanzados por los negociadores, los críticos presentarán la rebelión irlandesa como un nuevo signo del alejamiento de los ciudadanos respecto a la UE.

Esas enfrentadas posiciones pueden conducir a un diálogo de sordos entre dos retóricas extremas y poner en marcha un círculo vicioso infernal: si el precedente de los referendos perdidos en Dinamarca e Irlanda es esgrimido como argumento para limitar todavía más la participación popular en la adopción de las grandes decisiones sobre la UE, esa reacción aristocrática no hará sino incrementar el descontento de quienes protestan de su marginación. La ampliación del caudal informativo sobre las cuestiones europeas y el fomento de los debates en la opinión pública deberían ayudar a evitar ese callejón sin salida. Timothy Garton Ash lamentaba en un reciente artículo publicado en EL PAÍS (La orquesta europea, 8-6-2001) que el debate europeo se circunscriba a un reducidísimo grupo de personas pertenecientes a las élites nacionales de cada país y no alcance siquiera el nivel de una discusión transeuropea. Un inteligente ensayo de Larry Siedentop recientemente traducido al castellano y prologado por John Elliott (La democracia en Europa, Siglo XXI, 2001) también invita -como sugiere su título tocquevilliano y su añoranza de James Madison y la Convención de Filadelfia- a un relanzamiento de los debates sobre las dimensiones propiamente políticas del proyecto europeo.

Los problemas puestos de relieve por el caso irlandés hacen todavía más imperdonable la ilegítima apropiación por Aznar del acto de presentación de una comisión de notables creada para encauzar los debates europeos; presidida por el ex presidente del Tribunal Constitucional Rodríguez Bereijo, entre sus miembros figuran el ex gobernador del Banco de España Luis Ángel Rojo, los ex ministros Alberto Oliart y Tomás de la Quadra, el ponente constitucional Miquel Roca y el sindicalista Antonio Gutiérrez. Dando descortésmente la espalda a sus invitados, el presidente del Gobierno se inventó un innominado y tosco maniqueo para apalear verbalmente las articuladas propuestas sobre el futuro de la UE expuestas en Bruselas por el secretario general del PSOE, despreciativamente despachadas como simples 'ocurrencias' fruto de la 'inmadurez'. La insultante negativa del presidente Aznar a tomarse en serio a Zapatero como interlocutor en el debate europeo no muestra sólo grosera torpeza sino que también revela desconocimiento de cómo funciona el sistema democrático; si el principal partido de la oposición, que demostró durante su estancia en el poder una firme vocación europeísta, no puede hablar sobre el futuro de la UE sin que el presidente del Gobierno le abrume con descalificaciones y desdenes, ¿qué suerte les espera a los medios de comunicación y a los restantes ciudadanos?

Descubridor hace cinco años del Mediterráneo de las relaciones exteriores y de las cumbres europeas, Aznar parece dispuesto a compatibilizar su admiración hacia los poderosos de la tierra con el trato desconfiado y humillante dado a sus adversarios interiores. Esa autoritaria mezcla de deslumbrada paletería hacia afuera y de sórdida política de aldea hacia dentro es la peor fórmula imaginable para fomentar desde el Gobierno ese imprescindible debate nacional sobre el futuro de Europa que la recién creada comisión de notables debe teóricamente promover.

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