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LA CRÓNICA
Columna
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Vulcano ya no vive aquí

Hasta hace pocos años, el vecino de la calle del Hospital podía verse despertado por los martillazos que un herrero asténico y miope propinaba sobre su yunque. A decir verdad, el herrero pasaba la mayor parte del día en el bar de enfrente, y sólo muy de vez en cuando, ya fuera para cumplir un encargo, ya por capricho fantástico, el hombre abandonaba la barra, encendía la fragua y sorprendía al vecindario con su anacrónico repiqueteo. ¡Pero con qué brío nuestro frágil herrero, enfundado en una grasienta bata azul, se aplicaba al jubiloso martilleo! La calle entera se contagiaba de su entusiasmo. Los pasantes se demoraban asombrados ante la puerta de la herrería (ya digo, no hace muchos años), fascinados por el férreo prodigio de la fragua encendida, el hierro al rojo y el resoplido asmático del fuelle. Terminada la faena, dispersados los curiosos, nuestro hombre se reincorporaba a su puesto en la barra y recibía los parabienes de los parroquianos por su hazaña.

Radiografía de la calle del Hospital: había una herrería, hoy clausurada, y una señora que lamía cabinas telefónicas. El Mendizábal sigue allí...

A unos pocos pasos de la herrería vivían varias familias aficionadas a la defenestración. Una noche de derrota televisada del Barça voló un televisor desde el cuarto piso; otra, y desde el tercero, al menos dos docenas de vasos: '¡A ver si así dejas de beber, desgraciao!'.

Ocurrían más fenómenos. Todas las mañanas, a eso de las ocho, una anciana desgreñada lamía metódicamente las cabinas telefónicas. Y en la panadería de la plaza del Padró, cuando el vecino felicitaba a los tres hermanos por la calidad de su pan, éstos le contaban que las cocas de Casa Leopoldo salían de su horno, y que a Casa Leopoldo había ido a cenar, una noche del año pitipum, nada menos que Víctor Mature. Si el vecino no daba muestras de mucho entusiasmo ante la noticia, los tres hermanos preguntaban: '¿No sabes quién era Víctor Mature? Era un actor que siempre ponía esta cara'. Y entonces los panaderos ponían cara de Víctor Mature y remedaban una lucha de gladiadores con una barra de medio, un pan de payés y la bata blanca del padre, que hacía de túnica sagrada.

La otra tarde, guiado por no se sabe qué improductiva concatenación de ideas y circunstancias, al ex vecino de la calle del Hospital le dio por ir a ver si el herrero seguía en su lugar. La valla del establecimiento estaba echada y la cerradura cubierta de polvo. El bar de enfrente se ha transformado en el restaurante paquistaní Neamat Kada Naim, donde no conocen al herrero ni a la anciana lamecabinas, proponen un menú a 500 pesetas y han colgado un cartel publicitario que, por una cuestión de gramática, se convierte en una advertencia disuasoria. Dice así, con grandes letras rojas: 'Garantía. En España no hay nadie que haga comida buena y barata tipo hindú y paquistaní'. De Vulcano, repito, ni rastro.

Como tampoco queda rastro de un buen trozo de la calle del Hospital. Una rambla de aquí te espero se abre sobre uno de sus costados, donde estaban la fábrica de perfumes y el almacén de pieles, y desciende hacia el puerto con gran presupuesto municipal para farolas, bancos y palmeras. En los bajos de un edificio de nueva planta está ahora la sede de Curtidos Andrés Biescas.

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Siempre nos hizo ilusión tener una buena piel de vaca. Un diligente empleado nos informa de los precios. Entre 55.000 y 60.000 pesetas las de 2 por 1,90 metros. La piel de vaca podrá esperar.

Calle abajo, contamos el número de establecimientos étnicos y perdemos la cuenta. Peluquerías, carnicerías, restaurantes, cafés, locutorios telefónicos, tiendas de saris, la humilde mezquita Tariq Bin Ziyad...

Pasa el poeta Jonathan Boulding, a paso ligero, ensimismado y sombrero en mano; tal vez medite sobre la reciente desaparición de su amigo Edison Simons, el poeta y trotamundos panameño, que firmó junto con María Zambrano la edición de los Sueños y procesos de Lucrecia de León. Simons falleció hace tres semanas en París. Había traducido a Shakespeare y Coleridge. Simons conocía bien Deià y Barcelona, quizá esta misma calle canalla que ahora parece enderezar su trazado para desembocar en La Rambla, como si quisiera ponerse a la altura de tal honor urbanístico.

En la esquina de Junta de Comerç, la horchatería Mendizábal ha cambiado la oferta y la parroquia. Mendizábal es uno de los establecimientos más singulares de Barcelona: una barra abierta directamente sobre la calle. En la placita que se abre frente al Romea, junto a la señora que vende pasta Pedal y ungüento de serpiente, los chicos de Mendizábal instalan un par de mesas y amortizan su inversión sirviendo batidos, granizados, bocadillos, tortillas, ceviches y gazpacho. Los pocos turistas que se desvían de La Rambla y llegan hasta aquí aferran con fuerza sus pertenencias. Nadie quiere ser John Malkovich.

Y así esta postal desemboca también en La Rambla, donde la otra tarde un señor exhibía una rudimentaria pancarta para invitarnos al arrepentimiento y a la creencia en Jesús el Mesías, 'actualmente entre nosotros de carne y hueso de incógnito' (sic, Mateo 24.14). Blandía su sábana rotulada y adoctrinaba a dos chicas que bostezaban y comían ganchitos de queso. Sí, pero ¿qué fue de aquel enclenque Vulcano que despertaba al vecino de la calle del Hospital con sus gloriosos e intempestivos martillazos?

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