Atrapados
Estas últimas semanas ha estallado el asunto de los interinos en las administraciones públicas valencianas. No es un tema amable porque el personal contratado que ejerce funciones de interinidad para el sector público carece de derechos. Gente competente sin derechos después de ejercer legítimamente sus funciones durante cinco, diez o veinte años. Los espaldas mojadas de la frontera implacable entre la inmunidad funcionarial y el desafío existencial de quienes, después de la desesperanza, empiezan a ver remotos destellos de luz.
Lo tienen difícil, a pesar de que el presidente de la Generalitat valenciana bebe los vientos por ellos y les ha asegurado una solución para su problema. Con estas afirmaciones de Eduardo Zaplana, los interinos se han convertido en proyectil político. Tampoco esta es una categoría que augure un desenlace justo y razonable. No es verdad que todos los funcionarios con plaza en propiedad -que término tan exótico- hayan pasado por las célebres oposiciones. Tampoco es cierto que todas las oposiciones sean un ejemplo de ecuanimidad ni garantía de resultados indiscutibles.
Los colegios profesionales tan callados y los sindicatos tan beligerantes, saben que hace pocos años se abría la puerta trasera para que consolidaran su posición bastantes contratados de la Administración autonómica que, después de aquel trámite, disfrutan de su puesto en propiedad. Pasaron un examen restringido si se quiere, pero se les preparó para superarlo desde la propia Generalitat, y se consiguió solucionar un problema arrastrado desde los tiempos de la preautonomía.
Ahora no se trata de contratados, sino de interinos -más escoria aún- que amenazan la propiedad pública de los funcionarios, que son legión y no quieren compartir derechos ni estabilidad con sus hermanos provisionales. Son iguales para trabajar y para desempeñar puestos con más o menos responsabilidad, pero después de diez o veinte años -algunos no han conocido un empleo fijo en toda su vida laboral- habrían de irse al desempleo, sin una mala indemnización, porque son interinos. Y no lo son porque quisieron serlo, sino porque las diferentes administraciones centristas, socialistas o populares prefirieron interinos a convocar plazas en propiedad.
La Administración se ha permitido la licencia que no admite para las empresas privadas. Bien quisieran los empresarios tener empleados, durante veinticinco años, sin derecho a indemnización ni cualquier otra compensación en este desmán. Las organizaciones empresariales también tendrían algo que decir en el tribunal de la competencia. Contratamos todos en las mismas condiciones o rompemos la baraja. La ley del mercado no perdona. Ante el silencio de los sindicatos, todavía hay colectivos laborales en los que se heredan los puestos de trabajo de padres a hijos. Tampoco costaría gran esfuerzo establecer las cotas de consanguinidad existentes en la docencia. Todo muy constitucional. Sin embargo, los interinos han pasado a ser objetivo político de primera magnitud, cuando en estos compartimentos estancos el escalafón sigue siendo el escalafón. En este horizonte, los interinos son un peligro, aunque Zaplana quiera defender sus derechos, o sobre todo, por eso. ¿No será que este conflicto de intereses tiene trasfondo electoral?
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