Solos en la Edad Media
Un castillo y dos iglesias románicas rematan este paseo por la despoblada ladera soriana de la sierra de Pela
Por alguna extraña razón, los madrileños tendemos a pensar que Soria está muy lejos. Quizá sea porque asociamos Soria con sucesos muy distantes: la defensa feroz de Numancia, el Cid tragando polvo con doce de los suyos camino del destierro, las cabalgadas del moro Almanzor... O acaso sea porque pensamos en la Soria de los poemas de Machado, aquéllos que rumiaba en los grises olivares de Jaén, tan lejos ya de Leonor, allá en el alto Espino. O tal vez sea, y esto parece lo más probable, porque no nos da la gana ir.
En realidad, Soria sólo dista de Madrid 31,5 kilómetros, que son los que hay en línea recta desde el pico Tres Provincias, ápice septentrional de nuestra región, hasta la sierra de Pela, límite suroccidental de aquélla. Y es en esta sierra tan próxima, y a la vez tan distante, donde se esconde uno de los parajes que más honda huella han dejado en nuestra memoria, cada día más grande y feliz, de caminantes: el cañón fluvial que separa -o más bien une, como enseguida veremos- las poblaciones de Tarancueña y Caracena.
Tarancueña es un lugar a medio camino entre Atienza (Guadalajara) y Ayllón (Segovia) que en otro tiempo fue importante, como lo demuestra la campaña de Tarankunya que Almanzor emprendió 'a tres días por andar de rabí IIº del año 37l', 27 de octubre de 981 para los cristianos. Y no digamos su vecina Caracena, que hasta 1833 fue señora de 20 aldeas, incluida Tarancueña. Hoy no lo son ninguna de las dos. Así se explica que para ir de Tarancueña a Caracena, que está a sólo seis kilómetros río abajo, haya que dar un rodeo de 50 por carretera. Si Almanzor hubiese tenido que hacer sus razzias por el asfalto, no habría pasado de la sierra de Pela y, en vez de el victorioso por Alá, habría sido motejado el derrotado por Fomento. Mejor ir, pues, caminando por el cañón.
Justo antes de entrar en Tarancueña, si hemos venido por Atienza -o nada más salir, si por Ayllón-, se desvía de la carretera una pista de tierra por la que bajaremos en coche para, en cosa de un kilómetro, aparcar en un rellano idóneo junto a un abejar. A partir de aquí, la pista empeora a ojos vistas y, tras rebasar unos esplendorosos trigales, una chopera y unas casas de labranza, se reduce a un senderillo que discurre pegado al río Adante o Caracena por el fondo de un amplio cañón pelado de soledad brutal, sólo mitigada por los buitres que hacen guardia en la largirucha peña del Águila.
A una hora y media del inicio, tras vadear un par de veces el río, nos toparemos con los Tolmos, dos mogotes o tetas calizas que han resistido el acoso de los elementos en mitad del cañón. Aquí se han hallado restos de un poblado de la edad del bronce -de 1.200 a 1.500 años antes de Cristo- y aquí empieza el tramo más bello del barranco, cuyas paredes de roca desnuda se juntan, repliegan y caen a plomo sobre el río, obligándonos a vadearlo en más de una ocasión.
Y ya muy pronto, al llegar a una nueva chopera, veremos, asomando sobre el cantil de la margen contraria, el ábside románico de la iglesia de Santa María, primera y gozosa señal de Caracena, villa que se nos mostrará completa cruzando un puente medieval y sumando en total dos horas de andar desde Tarancueña.
Caracena es un lugar que llega al alma por su heroica soledad -sólo 11 vecinos viven de continuo-, un rincón de pura Edad Media, fiel a la roca madre sobre la que se asienta, donde hasta las calles de roto empedrado y las casas caídas son bellas. Más lo son su rollo plateresco y sus dos iglesias, particularmente la de San Pedro, en cuya galería porticada se reunía antiguamente el concejo en un acto de democracia románica del que eran testigos los grifos, los centauros y los dragones de los capiteles. A 10 minutos monte arriba está el castillo de Caracena (siglos XV y XVI), desmoronándose en el olvido, mientras que, a poco más de 30 kilómetros en línea recta, ya nadie parece acordarse de la vieja Castilla que nos parió.
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