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Columna
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Aquel barrio

Algunos miembros de la Asociación de Amigos del barrio del Carmen, en Valencia, antiguos y actuales vecinos, me preguntan por lo que ya no está, por lo desaparecido, pero que muchos alcanzamos a conocer. Entienden que repasarlo tendría más sentido, terapéutico incluso, que el animoso alegato de hace unas semanas incitando a volver al Carmen.

Puede que así sea, o quizá suene a música celestial, el caso es que yo también añoro aquellas calles y sus gentes, entre el solar del Carmen y de San Miguel. Donde los billares de la Recreativa, y la tienda de trompas de clavo de piano y madera de carrasca, de la calle de la Corona, con las que tirábamos a romper las de madera menos consistente, tras enrollarlas con aquel hilo rojo cardenal o blanco.

Y al lado, junto al mercado de Mosen Sorell, la carnicería de Palanca, donde el bullicio acompaña a las gentes, que por entonces iban, desde estirpes de toreros banderilleros, como los Capilla, padre e hijos, a los que más tarde serían afamados constructores como Almenar hoy en Cyes o Soto en Necso. Y en la calle Roteros, la popular tienda de muebles Peris, la del anuncio radiofónico, para los novios que se querían casar, y a plazos querían comprar, junto al taller de imaginería religiosa, marcos y molduras, confeccionados con pan de oro, de Francisco Hurtado, hoy rutilante fábrica de muebles.

Y el tranvía, que fatigosamente tomaba las curvas de la calle del Miquelet, donde la vía sólo alcanzaba al paso individual del vehículo, y que bordeaba la fuente de la plaza de la Virgen, en operación harto compleja. Y aquellos días de pascua en el río, durante estas fiestas, al que apenas bajábamos a contemplar el mercado semanal de caballerías junto al puente de Serranos o a por las hojas de morera para los gusanos de seda, y que durante unos días primaverales se convertía en nuestro mejor y desconocido aliado, para empinar catxerulos y milotxes, confeccionados con cañas cruzadas y el papel de carteles de estrenos cinematográficos, adquiridos en la familiar tienda de la esquina de la plaza de Serranos, y cuyos tirantes y cola, de retazos de tela de variados colores, confeccionábamos de manera artesanal.

La infancia en un barrio como el Carmen, de entonces, era como situarse ante un pequeño microcosmos urbano. Saludabas a los vecinos que te reconocían, al deambular por sus calles pacíficas y tranquilas. La cultura acompañaba al trato, y al trato la educación cívica.

Más que otro barrio eran otros tiempos. El tiempo pasado que nos acompaña y que no hemos olvidado, el de los recuerdos. El patrimonio heredado que debemos guardar en depósito y legarlo a quienes nos sucedan. Puede que sólo instantáneamente vivamos el presente, o recreamos lo vivido o proyectamos el porvenir.

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El mal de las vacas locas, la disminución de la capa de ozono, el caso omiso unilateral a los acuerdos de Kioto, son situaciones que advierten de lo que igualmente se puede comprobar en el observatorio del Carmen. El futuro parece que nos es ajeno, acaso nada tenemos que salvaguardar, y sólo nos preocupa lo inmediato. El escaso aprecio por las gentes se hace patente en el poco tiempo que nos dedicamos. De la mínima valoración del entorno es evidente la destrucción de aquel barrio.

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