El miedo a la responsabilidad
He dicho alguna vez que uno de los déficit de la generación del 68 -la mía- ha sido la idea de responsabilidad. El rechazo a las rigideces de una sociedad -la de nuestros mayores- formada en otra forma de irresponsabilidad -la sumisión ciega a las verdades del orden establecido; la ilusión de que 'todo era posible', sin querer entender las consecuencias totalitarias de tal despropósito; y el gusto por lo asambleario en que, puesto que nadie asume la responsabilidad concreta, siempre acaba imponiéndose el más organizado- tendieron a configurar una relación más bien equívoca con la responsabilidad, atrapados entre el miedo a parecer autoritarios como nuestros padres y las prisas por adaptarse a un mundo en el que las cosas de pronto se pusieron a andar mucho más deprisa que las ideas.
No está claro, sin embargo, que la idea de responsabilidad florezca mejor en las nuevas generaciones. Muy protegidas por los padres, en un tiempo en que los altibajos del mercado de trabajo, la caída demográfica y las nuevas tecnologías están modificando de arriba abajo los conceptos de infancia y de adolescencia y la emancipación -la verdadera, la de la autonomía y la responsabilidad de asumir la vida por sí mismo- se hace cada vez más tardía, las generaciones del poscomunismo tienden a pensar más en términos de derechos que de deberes.
Desde la corrección liberal imperante el déficit de responsabilidad se imputa, ¡cómo no!, al Estado del bienestar. Los jóvenes están acostumbrados a que se les dé todo hecho: la suma papás-biológicos más papá-estado es la causa de todos los problemas de unas generaciones a cuyos miembros les cuesta asumirse a sí mismos. El Estado promete protección y después no siempre alcanza a darla: entre la promesa y la realidad se encadenan las frustraciones y la irresponsabilidad de gentes que han sido educadas con poco coraje para la lucha a muerte por la supervivencia. El discurso termina poniendo a Estados Unidos como ejemplo. Aunque en la información se obvia, por ejemplo, el número de habitantes de las cárceles americanas.
Es lamentable que se desdeñen los pocos progresos que la humanidad ha hecho en moralidad y justicia. La cultura de los derechos es fundamental para dar al ciudadano la dignidad que le corresponde y no entregarle al fatalismo de la desigualdad humana o de los inescrutables planes de la providencia divina. Lo verdaderamente indigno son los sistemas de sumisión en que los ciudadanos tienen obligaciones y apenas derechos. Con los derechos se reconoce la irreductibilidad del individuo frente al Estado y a cualquier otra forma de poder. Naturalmente, quien tiene derechos, tiene obligaciones. Aunque lo que es inadmisibles es negar derechos y exigir obligaciones como se ha pretendido hacer convirtiendo los inmigrantes en ilegales. Toda persona tiene unos derechos, por el simple hecho de serlo, sólo a partir de este reconocimiento se pueden exigir obligaciones. Y, por tanto responsabilidades.
Y, sin embargo, la cultura de la responsabilidad avanza lentamente. En realidad, tanto lo asambleario -vigente todavía en el ámbito de las ONG y en formas organizativas de la llamada izquierda social- como lo burocrático son dos vías muertas para la responsabilidad. Si en lo primero la transferencia de las decisiones al colectivo sirve para que nadie se sienta responsable de nada y se imponga el que tiene el culo preparado para aguantar más horas de reuniones, en las segundas el principio de obediencia niega cualquier autonomía de decisión y los problemas se eternizan subiendo y bajando el escalafón. El resultado es la ineficiencia, lo cual da un flanco abierto a la crítica que ve siempre la paja en el ojo ajeno de las organizaciones no gubernamentales o de las administraciones públicas y no se da cuenta de que el burocratismo se contamina rápidamente a la que una institución -pública o privada- crece de tamaño.
Pero sí el burocratismo y el asamblearismo son fuente de ineficiencia e irresponsabilidad, también lo es, en el lado opuesto, la ideología que inculca al sujeto la desconfianza sobre todo lo que no sea su entorno inmediato y el rechazo de todo lo que huele a público o colectivo. Es una idea de responsabilidad amputada, que reduce al sujeto a actor económico, portador de un interés propio, que no se reconoce en otro interés general que el que surge de su contribución a engordar los indicadores macroeconómicos.
En este campo minado de obstáculos que entorpecen el hacer libre y autónomo del sujeto -un sujeto inmerso en el mundo- está resultando difícil que cuaje la idea verdaderamente democrática de responsabilidad. La que otorga capacidad de decisión creciente al ciudadano en cada una de las fases de su vida: como hijo, como estudiante, como amigo, como trabajador, como vecino, como profesional, como pareja, como empresario, como jubilado, etcétera. La persona responsable toma decisiones en todos los órdenes de la vida y asume las consecuencias que de ellas se derivan. Éste es el sentido pleno de la responsabilidad, que es por otra parte el único que reconoce el derecho a equivocarse que es propio de la libertad humana. Estamos demasiado acostumbrados a que los demás decidan (Dios, el padre, el caudillo o el patrón) y a que los que mandan nieguen a los demás el derecho a decidir. Y estamos demasiado acostumbrados a que cuando uno se equivoca siempre es por causa ajena y a que los jefes nunca se equivocan, porque ésta es una de las consecuencias de la falta de responsabilidad: la imposibilidad de reconocer el error.
Puede que la condición burocrática sea imposible de redimir. Pero si en cualquier organización la capacidad para tomar decisiones se extiende, la figura autista del burócrata impasible a las demandas y que sólo atiende las repetitivas órdenes del jefe o del reglamento debería desaparecer rápidamente. Del mismo modo que desde el binomio responsabilidad-libertad se rompe rápidamente la otra cáscara, la que pretende separar al individuo de su entorno social para optimizar su función de ciudadano NIF, aislado de cualquier tentación política. La responsabilidad asusta en tiempos dados a lo descafeinado. Por ello se apela a veces a dioses menores: el civismo, por ejemplo. ¿Por qué acudir al eufemismo? ¿Por qué renunciar a la palabra fuerte? ¿Qué miedos, qué fantasmas desvela la palabra responsabilidad? 'Sé altruista, respeta el egoísmo de los demás', aconsejaba Stanislaw Jerzy Lec.
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