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Las palabras y las piedras

La actual situación en Oriente Medio es probablemente la peor desde la última guerra árabe-israelí, la del Yom Kippur en 1973. El peligro de desestabilización general en la región es real. Eso no significa que una nueva contienda armada sea inminente. Para que haya una guerra tiene que haber dos ejércitos, y en este caso sólo existe uno, el israelí. En cuanto a los demás países árabes, y dejando aparte a Irak -que no está en condiciones de iniciar una guerra con Israel-, todos ellos saben que perdieron la opción armada contra el Estado judío cuando desapareció la Unión Soviética, que era la única que podía darles el apoyo militar, logístico y diplomático imprescindible para ello. Lo que de verdad les preocupa ahora es mejorar sus relaciones con Estados Unidos, no declarar la guerra a su principal aliado en la región.

La persistencia de la ocupación militar israelí de los territorios ocupados es el fondo del problema. Terminar con ella no va a ser una tarea sencilla, y no bastarán para ello llamamientos a la solidaridad con los palestinos. Sólo utilizando bien sus cartas conseguirán éstos alcanzar sus objetivos. En este sentido, cabe preguntarse si los palestinos han jugado bien sus bazas desde las conversaciones de Camp David. Es evidente que la visita de Sharon a las mezquitas en septiembre de 2000 fue una provocación. Pero parece claro que los palestinos cayeron en esa provocación. La situación desde entonces ha cambiado radicalmente. En estos momentos no hay conversaciones de paz, no se está negociando sobre Jerusalén, no se habla del derecho de retorno. Sharon no es el jefe inoperante de una oposición débil, sino primer ministro de Israel. EE UU tiene un presidente mucho menos partidario que Clinton de presionar a ambas partes para alcanzar la paz, y más decidido en cambio a apoyar a su aliado israelí al precio que sea.

¿A quién favorece este nuevo estado de cosas? A los palestinos, desde luego, no. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Quizá algunos líderes palestinos deban preguntarse en qué medida sus propios actos han podido contribuir a ello. El problema de fondo, como ya se ha dicho, es la ocupación israelí de los territorios ocupados, y es, por lo tanto, Israel la principal responsable de lo que allí sucede. Pero, precisamente por ser la parte más débil, los palestinos tienen que medir con especial cuidado los pasos que dan. Los israelíes acusan a los dirigentes palestinos de no haber hecho nada para detener la nueva Intifada, a fin de presionarles para que mejoraran sus ofertas negociadoras de paz. Si algún líder palestino en algún momento pensó que la Intifada le serviría para obtener un acuerdo de paz más ventajoso, está claro que se equivocó.

Al mismo tiempo, esta nueva correlación de fuerzas, tan desequilibrada a favor de Israel, podría convertirse en una ventaja para los palestinos. Es cierto que sólo hay un ejército en la región, pero por eso mismo el problema no se puede plantear ya en términos militares. Los israelíes no pueden alegar que su supervivencia está amenazada, ni pueden tampoco utilizar su abrumadora superioridad militar -sus F-16, sus misiles, sus helicópteros de ataque- sin despertar un fuerte rechazo internacional, incluso en Estados Unidos. La tradicional táctica israelí de represalias masivas -que hizo famoso a Sharon como joven oficial al comienzo de su carrera- encuentra aquí un límite que antes no existía. No es posible el uso desproporcionado de la fuerza cuando el adversario es inmensamente más débil, y además está luchando para acabar con una ocupación militar universalmente condenada. Israel está apareciendo ante el mundo como el fuerte que abusa del débil, el Goliat que quiere aplastar a David. Y refuerza así políticamente a sus adversarios palestinos, en lugar de debilitarles. De manera que aplastar a los palestinos es militarmente factible, pero políticamente inviable. Es la paradoja del poder militar israelí: su superioridad es tal que se vuelve inutilizable, porque el problema no se puede plantear ya en términos militares, sino políticos.

Hay otro aspecto de esta cuestión. La ocupación de los territorios ocupados ha degradado hasta extremos inusitados a un Estado como el de Israel, que hasta 1967 era una referencia para grupos progresistas en todo el mundo. El Israel actual es bien distinto del que soñaron los padres fundadores del sionismo, desde Teodoro Herzl a Chaim Weizmann o Ben Gurion. Sus dirigentes afirman desear la paz, pero mantienen una política de asentamientos en los territorios ocupados, creando así cada día nuevos obstáculos para alcanzarla. Israel ha abolido la pena de muerte y constituye una auténtica democracia para sus ciudadanos judíos, pero la situación es muy diferente en lo que se refiere a los palestinos. La presencia israelí en los territorios ocupados, que en teoría debería haber reforzado la seguridad de Israel, en realidad la debilita. La ocupación ha generado una resistencia palestina que provoca una mayor sensación de inseguridad en la sociedad israelí, la cual exige a su Gobierno medidas de fuerza que conducen a su vez a una mayor represión y a ulteriores reacciones palestinas. El origen de este círculo vicioso es la ocupación de los territorios ocupados, que ha alejado a la sociedad israelí de sus ideales originales -humanistas, igualitarios, utópicos- y la ha llevado a erigir lo que considera sus necesidades de seguridad en un ídolo ante el que debe ceder cualquier otra consideración.

Al mismo tiempo, la sociedad israelí es una sociedad dinámica, compleja y profundamente dividida. Dividida entre laicos y religiosos, entre askenazíes y sefarditas, entre partidarios del Eretz Israel -que incluye los territorios ocupados- y de la fórmula paz por territorios. Rabín supo aprovechar los elementos partidarios de una solución dialogada para impulsar la paz. Barak intentó hacer lo mismo, y llegó a unos acuerdos informales en Taba que contienen el 90% de lo que será el futuro e inevitable Tratado de Paz entre israelíes y palestinos. Todo esto significa que, pese a su endurecimiento actual, la sociedad israelí no es una sociedad monolítica. Al menos su mitad es plenamente consciente de que el país nunca podrá funcionar normalmente si continúa en los territorios ocupados. Hoy, por ejemplo, incluso el Likud acepta la idea de un Estado palestino, algo que hace muy poco sólo defendía la izquierda israelí.

Los palestinos deberían sacar las conclusiones apropiadas de todo esto, a pesar de que la situación actual empuje a algunos de ellos -porque también existen profundas divisiones en el campo palestino- a actitudes radicales. Los palestinos no podrán sacar a Israel de los territorios ocupados a pedradas, ni tampoco con hombres-bomba, que sólo llevarán a los israelíes a cavar sus trincheras aún más profundas. El síndrome de inseguridad de la sociedad israelí seguirá creciendo, y sus sectores intransigentes podrán mantener bajo control a los más dialogantes, en nombre de la necesidad de cerrar filas ante el enemigo exterior. Es en el terreno político, y no en el militar, donde los palestinos tienen la ventaja sobre Israel. Optando por la negociación, y no por la revuelta armada. Aprovechando las posibilidades que ofrece la dinámica interna de la sociedad israelí, buena parte de la cual no se identifica con la política de Sharon. Como dice el informe Mitchell, sólo el final de la violencia hará posible un diálogo significativo, como el que tuvo lugar en meses pasados. Éste es el único camino hacia la paz, la única vía para que los palestinos consigan su libertad, y para que Israel pueda rencontrar el espíritu que quisieron infundirle sus padres fundadores.

Rafael Dezcallar es diplomático, y autor de Entre el desierto y el mar.

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