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Columna
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'Blind Witness'

El calor es un ruido, una de las conversaciones más pueriles que conozco: en realidad no llega a conversación (no admite respuesta), aunque a veces se tiñe de disquisición científica sobre las causas y efectos del mes de mayo más caluroso del siglo. Con calor suenan más los chillidos de los pájaros y el paso de los coches abiertos y eléctricamente musicales, y la gente grita más, para entenderse mejor o quitarse a voces el calor de la cabeza. La plaga del calor trae a las ciudades de la costa una invasión de cuerpos semidesnudos, gente contumaz de muchas naciones, esforzada y heroica: los Blancos Rojos, que se mueven al sol con audacia y una botella de agua y una cáscara de plátano en la mano, en busca de una papelera o celebrando algún extraño rito, sudados. Los turistas son gente de carácter.

Se han multiplicado las lenguas que suenan en la calle: muchas voces entran por mis ventanas abiertas. Oigo el rumor callejero, porque el calor me quita el último deseo de encender la televisión, ese nuevo hogar siempre encendido frente al que callamos igual que antes hablaban los antepasados alrededor de la chimenea. Oigo a los que entran y salen del bar Cuatro Esquinas, o se acercan a la óptica y a la tienda de teléfonos: nueve idiomas distintos en una mañana, además de la lengua internacional que se practica aquí. En esta costa la impenetrable división de las lenguas ha sido superada por una lengua común, no artificial, desarrollada en el uso de todos los días, un lenguaje mínimo, casi mudo, de poco más de tres palabras esenciales (Finito, No Poblema, Caput), a las que se añade un truco de entonación: levantar la voz brutalmente, según el prejuicio de que el volumen elevado clarifica el mensaje.

La actitud general de los extranjeros ante el español suele ser de inhibición. Los holandeses parecen más proclives a aprender español que los alemanes, los alemanes más propicios que los franceses, los franceses más propicios que los ingleses. No sé qué decir de los chinos, siempre en su China portátil, incluso cuando echan monedas en la máquina tragaperras, campeones de la máquina. Los más propicios al español son los marroquíes, y, después, los africanos de más allá del Sáhara, más propicios al inglés que al español. Los más refractarios al español son los anglosajones, por timidez o por soberbia, o por las dos cosas: por la soberbia de no querer balbucear tímidamente, entre dudas y errores, fuera de su coraza lingüística, lingüísticamente desnudos. Los anglosajones parecen tan convencidos como nosotros de que todo el mundo debe saber inglés, e incluso usan la lengua como filtro para prohibir la entrada en sus bares. 'No entender', dicen, al indígena que pide una coca-cola.

Había en los últimos tiempos entre los anglosajones una actitud más favorable hacia la lengua nativa, pero la cortó la ambición lingüística de los indígenas, que queremos hablar inglés, nuevo latín. No sé cuántos países ni cuántas lenguas hay en el mundo, pero doce de las trece películas que veo anunciadas para hoy en televisión (tres en Canal Sur) son de Estados Unidos. Una es alemana, con el título en inglés: Blind Witness.

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