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Adiós, Lizarra, adiós

Xavier Vidal-Folch

Fluyen, continuos, hechos nuevos. En forma de símbolo o de compromiso, corrigen radicalmente lamentables actitudes antiguas, aunque recientes. Tres son básicos. Primero, el lehendakari en funciones, Juan José Ibarretxe, acompaña in situ a familiares y amigos de las víctimas -Gorka Landaburu, Santiago Oleaga- en sus encuentros y manifestaciones. El contraste con su distante inhibicionismo de hace un año largo, cuando asesinaron al portavoz de la oposición socialista Fernando Buesa, es abismal. Segundo, su portavoz, Josu Jon Imaz, promete solemnemente utilizar todos los medios para que la Ertzaintza encuentre a los culpables. No se recuerda nada parecido. Y tercero y principal, el compromiso de despegarse en el Parlamento del brazo político de los violentos, Euskal Herritarrok (EH), adoptado en los últimos días de la campaña electoral -en contra, no se olvide, de la opinión del presidente del PNV, Xabier Arzalluz-, se renueva casi a diario desde el 13 de mayo.

Es cierto que entreverados con estos estímulos para la esperanza persisten otros indicios para el pesimismo, en forma de declaraciones disparatadas por boca de los fundamentalistas y, ¡ay!, incluso de gentes pragmáticas y educadas como Iñaki Anasagasti: las inadmisibles, por injustificadas, acusaciones a las plataformas cívicas y a las asociaciones de víctimas del terrorismo de cobrar de las cloacas de Interior, o los ya muy diluidos e indirectos guiños a los cómplices de los violentos. No sólo duelen a todo demócrata. Perjudican al necesario proceso de reconciliación de la sociedad vasca, condición previa para la reconstrucción de la unidad del conjunto de los partidarios de la paz. E inducen a quienes más han sufrido y sufren a sospechar que nada ha cambiado. Sabotean, en suma, el intento de serenar los espíritus en que está empeñado el propio Gobierno vasco.

Pero es que en toda situación compleja coexisten, por definición, signos contradictorios. Más aún en el mundo del nacionalismo, emporio de lo ambiguo, de lo ambivalente, de lo poliédrico: de la colusión entre prácticas y retóricas no siempre coincidentes. Lo decisivo es deslindarlos, jerarquizarlos, adivinar cuáles configuran la tendencia dominante.

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Por debajo de todos los hechos nuevos palpita un hilo conductor en cuanto a los protagonistas. La iniciativa política en este microcosmos del PNV pertenece a Ibarretxe. Ha tomado cuerpo político propio frente a sus debilidades iniciales, ha encarnado y capitalizado la campaña de su partido, ha abierto espitas de confianza incluso entre sus adversarios, ha afirmado la autonomía de un discurso democrático-incluyente de Gobierno frente a espasmos autoritario-xenófobo-excluyentes de algunos dirigentes de partido.

No está consolidado, se alega. Le tenderán trampas sus talibanes, le desbordarán con alianzas secretas fuera de la mesa, se augura. Pero si su iniciativa es una oportunidad para la pacificación, ¿por qué no impulsarla al máximo? Las dos caras de Jano son sólo dos máscaras del mismo personaje, como las del policía bueno y el policía malo, y antes que contradictorias, un manido truco al que recurren todos los partidos con la intención de abarcarlo todo, se objeta. Pero al final, en los hechos, siempre acaba imponiéndose un discurso, una línea.

La prudencia y el realismo aconsejan apoyar, aunque sea desde la exigencia crítica, al enfoque más adecuado, al más moderado. No es sólo cuestión de pragmatismo y de oportunidad ni mucho menos de oportunismo resignado ante una victoria que casi la mitad de la ciudadanía vasca no deseó. No. Las elecciones autonómicas han acarreado dos noticias de primera magnitud. Una, grandiosa, la estrepitosa derrota de los voceros de ETA, en beneficio no sólo del PNV, sino de todos los no violentos. Como ya ha sido destacada por tirios y troyanos, huelga detenerse en ella (aunque jamás olvidarla), salvo para recordar la necesidad de ser coherente con este dato moderantista y no con la supuesta necesidad del partido de radicalizarse para retener los votos ex radicales: los ha recibido en función de unas propuestas propias, no de las contrarias.

La otra noticia extraordinaria está pasando casi desapercibida en muchos análisis, demasiado deudores aún del desgarro vital, la fractura social y las heridas emocionales generados por la persistente violencia de los enemigos y el nivel excepcional de enfrentamiento entre adversarios registrado durante el último año y medio. Es ésta: el acuerdo de Lizarra (Estella), esto es, la impía alianza circunstancial entre el nacionalismo democrático y los voceros del terrorismo, está definitivamente enterrado. Veamos por qué.

El pacto de Estella propugnaba que el diálogo y las negociaciones se iniciasen mediante 'conversaciones multilaterales que no exijan condiciones previas': Ibarretxe ha descartado cualquier aquelarre con EH mientras este grupo mantenga su actitud de no condenar los asesinatos. El pacto de Estella equiparaba desde una imposible equidistancia al terrorismo de ETA y al uso legítimo de la fuerza por el Estado democrático al propugnar la 'ausencia permanente de todas las expresiones de violencia del conflicto', lo que constituía una legitimación indirecta de la actuación etarra: Ibarretxe ha denostado los crímenes de ETA sin ambages ni falsas compensaciones equilibradoras y con más solemnidad y prontitud que nunca.

El espíritu de Lizarra incluía otros compromisos, plasmados en los semi-acuerdos semi-firmados con semi-enmiendas entre PNV, EA y ETA del verano de 1998 que dieron paso a la tregua. Como el de 'abandonar los acuerdos que les unen a los partidos que tienen como objetivo la destrucción del País Vasco, PP y PSOE': Ibarretxe ha abandonado de hecho los pactos con EH, ha prometido no apoyarse en esta formación, y pugna por recomponer el entendimiento con los otros partidos democráticos.

O como el de 'crear una institución con una estructura única y soberana que acoja en su ser' a las tres provincias, el País Vasco francés y Navarra, lo que se tradujo en la asamblea de municipios llamada Udalbitza, una entidad regida por el ius sanguinis y excluyente de los maketos, cuya constitución suponía condicionar el cese del terrorismo a un objetivo partidista y xenófobo: el PNV ha congelado Udalbitza, ha ganado las elecciones con un programa en el que sostiene que 'no se debe condicionar el objetivo de la Paz a la imposición de un determinado proyecto político', y sin abandonar frontalmente el sueño de una gran Vasconia transfronteriza expansionista hacia Navarra, lo condiciona al respeto a 'la voluntad' de sus ciudadanos y de sus instituciones representativas.

En suma, las más recientes actitudes del lehendakari y la literalidad del programa electoral PNV-EA suponen el abandono cierto de Lizarra. Quizá no en la forma solemne que hubiera sido deseable -y casi imposible para un partido con escasa tradición autocrítica-, pero sí en la práctica y en lo que de jurídico tenga un contrato electoral.

Muchos no se fían, porque mucho ha llovido, y porque permanecen considerables dosis de cacofonía y ambigüedad en la familia nacionalista. Y alertan, inquietos, de que el mencionado programa alberga el objetivo de la autodeterminación. Preocupación nada desdeñable, tanto porque hay miles de formas, y no todas buenas, de autodeterminarse, cuanto porque el soberanismo estatal en solitario es hoy en el mundo globalizado un espejismo o una patraña, incluso para Alemania o Francia, cuando Europa construye aceleradamente una moneda, una frontera, una diplomacia y una defensa comunes. Es decir, cuando va absorbiendo los cuatro grandes atributos históricos de la soberanía de los Estados-nación.

Pero la propuesta autodeterminista, y esto es lo que importa a efectos inmediatos, se formula desde las reglas de la democracia: 'sobre la base del actual marco estatutario', reza el contrato electoral. Y apoyándose en la resolución del Parlamento autónomo de 15 de agosto de 1990, que calificaba al Estatuto de 'punto de encuentro' de la sociedad vasca; refrendaba 'la estrategia estatutaria y la profundización en el autogobierno a través del pleno y leal desarrollo de todos y cada uno de los contenidos del Estatuto'; y excluía Udalbitzas al considerar a las actuales instituciones 'y en particular al Parlamento vasco' como las 'únicas legitimadas para impulsar su ejercicio' (el de la autodeterminación). Todo ello 'de conformidad con los procedimientos establecidos al efecto', o sea, desde la legalidad democrática vigente.

Adiós, pues, Lizarra, adiós. Si todo lo anterior es cierto -admitamos que en una situación tan fluida lo sea, pero menos-, se derivan algunas conclusiones de calado político y utilidad práctica. Por ejemplo, que el PNV, aunque sea con sordina y entre el vocerío de algunos talibanes, ha regresado con toda ley, de la mano de Ibarretxe, al ámbito de los partidos democráticos, rectificando el enorme error en que incurrió al calor de la tregua. Y que esta rectificación se ha producido tanto por el horror vacui que el grueso del partido y sus dirigentes moderados sentían ante la escalada radical cuanto gracias a la presión exigente de las plataformas cívicas, las asociaciones de víctimas del terrorismo y la oposición parlamentaria. Esa presión, fraguada desde el heroísmo, e independientemente del acierto o desacierto de las recetas políticas tácticas que ha generado, no sólo ha rescatado valores morales necesarios para Euskadi, sino que ha forzado la rectificación del añejo partido nacionalista, su giro desde el contubernio limitado con el entorno de los violentos a la complicidad con los demás demócratas, ya que no el vuelco o alternancia que pretendieron.

Tienen razón quienes desde el socialismo o el conservadurismo pretenden rehacer puentes con el nacionalismo vasco clásico. Y no por pragmatismo, por resignación o por acatamiento a unos resultados electorales, sino porque sus adversarios ya han recorrido un buen trecho del que justamente se les reclamaba.

Si esto es así, quedan pendientes algunos gestos para acabar de fraguar la reconciliación social previa a la unidad democrática. Por parte del PP y del PSOE, reconsiderar, por obsoleto -ya que no se limó su redacción exorbitante-, el preámbulo del 'Acuerdo por las libertades y contra el terrorismo', concretamente el párrafo que exige al PNV y EA 'el abandono definitivo, mediante renuncia formal, del pacto de Estella y de los organismos creados por éste'. Por parte del Gobierno vasco en funciones y los partidos que le apoyan, poner toda la carne en el asador en la lucha policial contra la kale borroka y ETA para defender la seguridad y los derechos de los perseguidos, y reconocer su sacrificio y sus méritos. Ibarretxe debería ejemplarizar invitando a Ajuria-Enea a las plataformas cívicas más activas y más críticas. De forma que únicamente ETA se sienta perdedora; sus cómplices se vean aislados; se reconstruya el único frente deseable, el de los demócratas, y empecemos todos a pasar una página demasiado dramática.

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