Ajustes de gran calibre
El autor critica que los despidos masivos sean la única solución cuando se afronta una crisis coyuntural y señala que antes de tomar una medida tan grave hay que valorar las consecuencias sociales
La ciencia económica ha escatimado siempre su atención a la industria y sólo unas tenues señales de acercamiento parecen indicar su intención, apenas estrenada, de hacerse perdonar la inclinación afectiva hacia temas más aristocráticos, como los monetarios y comerciales. Este desamor no ha impedido, sin embargo, que la jerga económica haya puesto de moda alguna expresión típicamente industrial, tal es el caso del 'ajuste', metáfora macroeconómica de un viejo oficio de buzo y lima. Las políticas de ajuste ejecutadas por diversos Gobiernos bajo los auspicios y exigencias de organismos multilaterales tipo FMI, tan famosas por su monótono diseño como por su impopularidad, han tenido una expansión terminológica en el 'ajuste fino', traducción literal del 'fine tunning' anglosajón, asimilable a la exactitud reclamada por la sintonización de emisoras (ahora resuelta por la tecnología digital). Pocos economistas han alcanzado la maestría en esta especialidad del 'ajuste fino' macroeconómico, pero ahí tenemos al mago Greenspan, acudiendo raudo al rescate de la economía estadounidense al primer síntoma de debilidad.
Se trata de evitar sangrías sociales innecesarias provocadas por los caprichos de directivos incapaces
El ajuste de gran calibre es otra cosa, todavía pendiente de pasar por la pila bautismal del diccionario económico, quizás porque nadie parece dispuesto a reivindicar un doctorado en ese menester. Ajustes de alto grosor fueron la sustancia del famoso Consenso de Washington, alcanzado a comienzos de los noventa por los países más poderosos de la tierra con el propósito de meter en cintura a las descarriadas economías del Tercer Mundo, luego ajustadas y reajustadas por el FMI; y ajustes del mismo tenor han acompañado los miles de millones de dólares destinados a paliar las últimas crisis financieras internacionales.
De ajuste de gran calibre hay que hablar también en el campo microeconómico para calificar la reacción de muchas empresas multinacionales ante la caída de sus resultados o el desfallecimiento de sus expectativas durante el primer trimestre de este año. La justificación más socorrida sugiere que en esas compañías está produciéndose 'una ronda de reequilibrio de inventarios', lo que, en lenguaje menos cursi, significa que tienen los almacenes a rebosar de productos a los que ahora mismo ven difícil salida. La casuística puede ser distinta, pero la respuesta ha sido idéntica en todos los casos, independientemente del sector de pertenencia: el despido en masa de empleados. En sólo unas semanas se han anunciado más de 600.000 despidos, de los que casi la mitad se concentran en el sector de nuevas tecnologías y la industria automovilística, participantes en una competida carrera hacia la notoriedad internacional que supone situarse entre los 'veintemiles' (con más de 20.000 contratos de trabajo rotos cada una, como Motorola, Nortel, NTT o Daimler-Chrysler) y los 'diezmiles' (Lucent, General Motors, Delphi, Mitsubishi, Telecom Italia, Ericsson). Como consecuencia de todo ello, cientos de miles de personas serán desalojadas con lanzallamas (como sugiere el vocablo fired, la expresión inglesa más popular del despido) y a bombo y platillo, porque sus autores suponen que la lógica imperante en las bolsas premia estas medidas espectaculares catapultando al alza la cotización de sus acciones; pero, ay, los mercados ya no responden siempre a esos impulsos, escamados como están con los predicadores de la 'creación de valor para el accionista' a costa de despedir trabajadores sin cuento, pues temen que tirar por esta calle del medio ponga en peligro los beneficios futuros de la empresa, cambie el pan de hoy por el hambre del mañana.
Porque, veamos, cuando los altos ejecutivos responden a las variaciones del mercado con este tipo de hazañas bélicas, ¿quieren decir que no es posible mejorar los resultados de las empresas con medidas relativas a la organización, gestión del conocimiento o diversificación de mercados y productos, entre otras? ¿Tan perfecta es su gestión que no existe otra manera de adaptarse a una mínima escaramuza del ciclo que el despido multitudinario? ¿No habíamos quedado en que el capital humano es el principal recurso de las empresas para encarar el futuro con esperanza? Parece que, flexibilidad laboral ilimitada en mano, es mucho más fácil acusar de los contratiempos al tamaño de la plantilla que aceptar los desafíos o reconocer los propios errores. ¡Para qué romperse la cabeza si las leyes permiten traspasar los problemas a los demás! El caso es salir airoso del apuro sin que la pérdida del empleo propio convierta la posible recesión económica en una segura depresión personal. Además, si el horizonte se clarea, tiempo habrá de contratar jóvenes con doble formación por la mitad de salario.
Los economistas neoliberales se estrujan el cerebro en el intento de demostrar, hasta ahora sin éxito, que existe una alta correlación entre Estado de bienestar y tasa de paro; y no cesan de ensalzar la legislación laboral de Estados Unidos y de fustigar a las vigentes en la Unión Europea. Pues bien, lo único fehacientemente demostrado es que cuando en Estados Unidos sube un punto la tasa de desempleo, aumenta en casi siete puntos el número de homicidios. ¿Es de extrañar que, en estas circunstancias, haya en Europa una enorme resistencia a desertar de la Seguridad Social y a sufrir una excesiva brutalidad del mercado? El socialista francés Michel Rocard decía hace años que la aplicación de la flexibilidad laboral a la americana 'provocaría una guerra civil en Francia' y, quizás por ello, el Gobierno del vecino país ha tomado estos días la iniciativa de encarecer considerablemente estas actuaciones y de exigir a las grandes empresas en situación de beneficios que, antes de tomar este tipo de decisiones, al parecer contagiosas, valoren el efecto social de los despidos y analicen todas las alternativas posibles de adaptación a las nuevas condiciones del mercado. No es cuestión de administrar la economía ni de desenterrar el intervencionismo paralizante de antaño; se trata de evitar sangrías sociales innecesarias provocadas por los caprichos de directivos incapaces de reaccionar de otro modo cuando los beneficios de las empresas que gobiernan se ven recortados por un pequeño frenazo coyuntural. Otra cosa son las auténticas crisis empresariales, que las hay, donde la salvación de la empresa impone sacrificios a todas las partes; o las reducciones de plantilla impuestas por la eliminación de tareas rutinarias que permiten las nuevas tecnologías, cuando los ajustes son desgraciadamente irrenunciables. Pero no es el caso.
En definitiva, la actitud adoptada estas semanas por tantas empresas explica el rechazo con que los ultraliberales reciben cualquier propuesta de flexibilización limitada del mercado laboral. Se hartan de decir, eso sí, que las actuaciones comentadas entran de lleno en la lógica empresarial y son propias de una economía de mercado (¿también de su famosa ética?), pero les cuesta distinguir las políticas de ajuste razonables y pactadas de lo que a todas luces parece un virtual ajuste de cuentas.
Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.
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