Contra la indiferencia
Al ser la indiferencia una actitud subjetiva, no juzgable, no delictiva, casi imposible de abstraer, no se ha convertido en objeto de reflexión política. No acostumbra a ser analizada como ingrediente o causa de los problemas y conflictos. Objetivar la indiferencia parece tarea imposible, de la misma manera que lo es objetivar la simpatía. Y es que los sentimientos, en general, son descartados del análisis, el cual se proyecta siempre sobre hechos y factores supuestamente objetivos (económicos, sociales, jurídicos, históricos). Los sentimientos fueron expulsados del pensamiento ilustrado, que confió ciegamente en los datos de la razón y subestimó temeriamente los del corazón. Sin embargo, están ahí, tienen una fabulosa capacidad de influencia social. Están en el meollo de pleitos y disputas, y explican algunas de las salidas instintivas que los grupos creen encontrar en un momento trágico. Un sentimiento muy arcaico y poderoso que se repite a lo largo de los tiempos es, por ejemplo, el de empecinarse en respuestas fáciles, directas y sencillas a problemas arduos, complejos y enmarañados. Acabamos de verlo en Euskadi. Aznar, Mayor y, coincidiendo con él, muchos intelectuales y políticos de variada ideología soñaron con la solución de Alejandro. Recordarán la anécdota del nudo gordiano. Era un nudo enorme que simbolizaba un laberinto por la disposición caótica de las cuerdas y los inextricables lazos que lo constituían. Le fue mostrado a Alejandro el Magno cuando éste, iniciando su impresionante periplo conquistador, se apoderó de la ciudad de Gordion, en Frigia. Sabios, reyes y sacerdotes habían intentado en vano deshacerlo. Alejandro desenfundó la espada y, de un golpe seco y rápido, cortó el nudo central. ¡Qué fácil era! ¿Existe, por casualidad, una reacción más instintiva, menos reflexiva, más visceral o sentimental que el sueño de encontrar una vía fácil y rápida a un laberinto?
No tengo la pretensión de poseer el mapa sentimental, moral y político de lo que está pasando en Euskadi. Pero tengo una seguridad. Sería muy importante, incluso primordial, combatir el sentimiento negativo de la indiferencia mediante el cual unos y otros (no estoy hablando de los asesinos) se están ninguneando desde hace años. Esta seguridad cristalizó en mi mente el pasado 2 de mayo, al inicio de la campaña electoral vasca, mientra leía este diario. Aquel día, el periodista Pablo Ordaz promovió un interesante cara a cara entre la socialista Rosa Díez y la peneuvista Begoña Lasagabaster. Rosa afirmó: 'No voy hablar ahora de política, sino de sentimientos; además de sentirnos engañados, nos duele profundamente vuestra indiferencia ante nuestro dolor. Sois indiferentes ante lo que nos está ocurriendo, y no entendemos que hayáis puesto por encima de las personas la ideología o la construcción nacional. La indiferencia ante lo que estamos pasando marca esta etapa horrible de desencuentro'. Begoña lo negaba: 'Me parecen palabras muy graves porque esto no es verdad en absoluto'. La entrevista terminó con un pastoso empate de afirmaciones y negaciones. Es muy difícil verbalizar la desazón que produce la indiferencia. Entre otras cosas, porque la indiferencia es un sentimiento que percibe el receptor con mucha más intensidad que el emisor. Reclamar afecto o interés, por otro lado, es un ejercicio patético. Lo normal (y esto explica el enroque de los socialistas con las extremistas posiciones del PP) es reaccionar ante la indiferencia con el resentimiento, la distancia e incluso el odio.
Atención. Estos sentimietos que acabo de citar no son nuevos en el País Vasco. Son desgraciadamente muy viejos. Aquel mismo día 2, en el mismo diario y en el mismo bloque informativo sobre las elecciones vascas, M. Marín entrevistaba al escritor en eusquera Ramón Saizarbitoría. Nunca había oído hablar de él (¿aparte de Atxaga, conocen ustedes a muchos escritores vascos? También en estos detalles se expresa la insidiosa indiferencia). Entre las muchas cosas interesantes que dijo, destacaré lo que afirmó sobre Fernando Savater: 'Me ha enseñado a pensar e incluso a cambiar el rumbo de mis ideas; y ha asumido una tarea política y ciudadana muy importante (...). Le falta cariño en sus críticas y no puedo acompañarle cuando generaliza y responsabiliza al nacionalismo del terrorismo'. En esta expresión 'le falta cariño' está la clave. Siempre le faltó cariño al discurso de Savater. Esto no nos impide aprender de él. Quisiera ser muy delicado: pendiendo sobre su cabeza la espada de ETA, se entiende perfectamente su resquemor presente. Pero es verdad que sus críticas siempre fueron, más que ácidas displicentes, contra el nacionalismo vasco o catalán (e incluso contra los constructores de puentes: recuerden sus desabridos zurriagazos dialécticos contra Ernest Lluch o su concesiva crítica a Xavier Rubert). La arrogancia intelectual es perfectamente legítima. Nada se debe objetar contra ella. Dante, entre muchos grandes, fue un fenomenal arrogante. La soberbia tiene gancho estético. Argumentos tenía Dante, como los tiene Savater, para serlo. Y, sin embargo, es indudable: la arrogancia que Savater y otros muchos intelectuales españoles exhibieron criticando al nacionalismo colaboró a ensanchar el barranco político de la incomprensión y la indiferencia entre las diversas culturas hispánicas. Subrayo: no les culpo. Para nada. Constato, simplemente, unas inercias sentimentales.
Durante estos 20 años la afición principal de tirios y troyanos, de capuletos y montescos, ha sido ensanchar la zanja. Todo el mundo se ha aplicado a ello (excepto unos pocos Saizarbitoría). No diré quién fue primero, si el huevo o la gallina, porque de lo que se trata es, precisamente, de liberarnos de las hipotecas. Necesitamos puentes. No sólo en el País Vasco. Puentes para salvar los barrancos. No se trata de besarnos. Al menos de momento. Se trata simplemente de vernos. La indiferencia conduce a la invisibilidad. ¿Cómo vamos a hablar, si no nos vemos?
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