Y que haya que hablar de esto...
La semana que viene se celebra Pentecostés. Bueno, quien lo celebre. Y si me tomo la molestia de advertirlo con tiempo es para que obremos en consecuencia. Como recordarán, estaban los apóstoles reunidos después de la muerte de Cristo y les bajaron unas lenguas de fuego a la cabeza. Pues bien, aquellas lenguas eran el don de lenguas, vamos todo un instituto Berlitz que les habilitaba para hablar en lo que quisieran. A san Pedro, el que negó tres veces, le fue dado reafirmarse en tres idiomas o en todos los múltiplos de tres que quisiera. San Juan, si lo hubiera deseado, podía haber escrito su evangelio directamente en griego o en japonés, a nada que habría tenido en mente facilitarle las cosas a un santo de otra era, san Francisco Javier, que tuvo que predicar a los nipones en condiciones muy precarias. Sí, los apóstoles pudieron hablar en lo que quisieron, aunque todavía está por investigar el porcentaje que lo hizo en euskera.
Pentecostés nos ofrece, en suma, un bonito ejemplo de multilingüismo pero también nos deja un inquietante aviso, el de esas lenguas de fuego gravitando amenazadoras sobre las cabezas. Y ahí quería llegar. Llevamos unos días oyendo -y en muchas lenguas- lo del desarme verbal, pero, ¿en qué debería consistir? Para empezar habría que quitarle al asunto las connotaciones militares que encierra la expresión porque, una vez producido el desarme, podrían suscitarse cuestiones como la de entregarse o no entregarse, y metidos en tales se va más hacia el enemigo que hacia el adversario. Rebajar la tensión verbal -en metáfora sanitaria o quizá electrovoltaica- no debe significar en ningún caso renuncia a las ideas porque las ideas tienen, en democracia, la virtud de confrontarse, por muy vehementemente que se expresen. Otra cosa son los sujetos. Quiero decir, el modo de tratar a quienes rigen el verbo, pero ahí están la intromisión en el honor y la calumnia para evitar que se anule el discurso tachando a quien lo emite de polígamo, de ladrón, aunque sea de guante blanco, o de psicópata.
Pero mucho me temo que todo esto no quiere decir que se deban expresar las ideas como si a uno tuvieran que quererle todos, incluidos sus oponentes. De ahí que no quepa pretender que de repente nos tengamos que volver edulcoradamente versallescos echando mano de los ya me perdonará usted si le expreso mi discrepancia, pero le ruego que no vea en ello animadversión alguna, mi querido opugnador, sino un sano ejercicio de democracia. ¿Por qué no se le va a poder tratar al otro de holoturia siempre y cuando la apelación no sirva para enmascarar la falta de argumentos? Al otro se le respeta mucho más cuando se le rebaten punto por punto las ideas y no se le respeta nada cuando se le anula como sujeto mediante el recurso a la descalificación y al ninguneo -¿para qué escucharle si sabemos dónde está y dónde escribe (o canta o cocina)?-, o el delito -la calumnia, que decíamos ayer, digo, arriba-, por mucha educación con que expresemos el delito, la descalificación o el ninguneo.
Por eso no es de recibo que, en un viaje a México, y creyéndose tal vez Pizarro, un mariachi del PNV haya dicho que tal y cual organización funcionan a base de fondos reservados, ni que un exparlamentario de EA pueda descolgarse en ETB con declaraciones muy ponderadas -'Voy a ver si lo digo bien', se introdujo antes de soltarlas- sobre el hecho de que en la campaña electoral ha habido muchos gales, en referencia al GAL, objeto del programa en que participaba, aunque 'eso sí, afortunadamente no matan'. ¿Cómo se puede, primero, decir semejantes bulos y, segundo, cómo se pueden decir haciendo caso omiso de que hay unas orejas por ahí especialmente adiestradas para tomarlos como coartada de lo que podría ser no un crimen sino una ekintza? Muchos se rasgan las vestiduras cuando matan a López de Lacalle o le vuelan las manos a Gorka Landaburu, pero no tienen empacho en hablar de jaurías mediáticas. Sin embargo, la reflexión se queda muda ante la tragedia.
A punto de remitir lo que va escrito me entero, qué cosas, del cobarde asesinato de Santiago Oleaga, director financiero de El Diario Vasco. La prensa, sí, otra vez. Que ardan, pues, las lenguas.
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