Hamburguesa o cocidos
Las opiniones lingüísticas de Pilar del Castillo y Jon Juaristi están en sintonía con las expresadas en el ya célebre discurso-trampa que se le tendió al Rey. Todas ellas coinciden en una doble argumentación. Por una parte, relativizan o niegan la represión que otras lenguas (sea el catalán, sean las amerindias) han sufrido en los territorios en los que el español se ha enraizado con el tiempo. Y por otra, elogian la expansión de la lengua castellana, presentándola como un amable punto de encuentro. Lo relativamente novedoso es esta segunda parte de la argumentación. Estamos lejos de las añejas apologías imperiales. Ahora la lengua fuerte desprende un perfume caritativo. Estamos asistiendo al nacimiento de la apuesta española en el gran mercado de la globalización. Es obvia la necesidad de reescribir el pasado para ponerlo en sintonía de futuro. El castellano aparece como un fenomenal instrumento de progreso económico para los hablantes de lenguas menores (bárbaras o inútiles) que lo han históricamente adoptado. ¡Por necesidad o por gusto, qué más da, si el intrumento está en condiciones de disputar la champions al inglés!
La nueva apología del castellano procede del filólogo Juan Ramón Lodares. Más actual que original, Lodares parte de prejuicios sobre la superioridad del castellano vigentes en la vieja erudición hispánica (de Menéndez Pidal a Gregorio Salvador). Y los reescribe a la luz de la incontestable fuerza ideológica del neoliberalismo o dar-winismo económico (última fe de nuestro tiempo). Sus posiciones pueden resumirse con esta metáfora: la lengua española sería una fenomenal autopista que permitiría negociar y comunicarse con todo el mundo. Mientras que las lenguas menores no serían sino carreteras secundarias que conducen a ninguna parte. Sus argumentos históricos, escogidos siempre con gran astucia, presentan el castellano como una lingua franca y fácil, dispuesta a deglutir las influencias fonéticas, morfosintácticas y léxicas de todos los dialectos y lenguas con las cuales entra en contacto (así, por ejemplo, el mozárabe de los territorios conquistados, el lunfardo italianizante de algunos argentinos, o el lusoñol supuesta consecuencia de la mezcla entre portugués y castellano en Brasil). Una lengua útil, que permitió el progreso económico e, incluso, la emancipación social de los individuos que, mediante pacto, conquista, emigración o vecindad adoptaron el potente instrumento castellano. Es así como se diluye o eclipsa la represión. No se niega, se relativiza. 'En el proceso de concentración o difusión de las lenguas hay más oro que hierro'.
Es curioso observar cómo los prejucios con que se defienden las lenguas poderosas en detrimento de las frágiles cambia según cambian los tiempos. Siempre hay de fondo la nostalgia de la homogeneidad, de una supuesta uniformidad original, prebabélica. Es una nostalgia irracional, como todas, pero ésta se presenta como necesaria, lógica, natural. El mito de Babel es una variante del pecado original. La multiplicidad lingüística es percibida como un castigo que conlleva el desorden, la desunión y la incomunicación de los humanos. Partiendo de la sugestiva nostalgia prebabélica, las lenguas fuertes han desarrollado multitud de prejuicios para desarbolar a las débiles. Las han descrito como bárbaras, paganas, incultas, incapaces para la ciencia. Obstaculizadoras, caras, subversivas. El último argumento es el económico. En el gran mercado, lo pequeño es inútil. Inevitablemente triunfa lo útil, lo fuerte, lo competitivo. Lo global. Éste es el nuevo discurso. Por ahí van los tiros de Lodares y Del Castillo.
Las lenguas menores se resienten de la debilidad actual del discurso igualitario, que en todas partes está en recesión. Y en todos los campos (en el de la política, la economía y la cultura). Y, sin embargo, el peligro está ahí. La uniformidad y el mercado empiezan con el dólar, continúan con las lenguas y acaban eliminando al diferente y al raro. En la variedad ha estado siempre el gusto. Se trata de comunicarse, es decir: de dominar muchas lenguas. Algunas serán -¿por qué no?- autopistas planetarias. No tienen por qué ser incompatibles con los senderos o las carreteras secundarias. En este campo como en el de la naturaleza, el combate está entre simplificación y complejidad. Lo simple es la hamburguesa lingüística. Lo complejo es más caro, más difícil de guisar, pero también más sabroso, sutil y divertido. Más fielmente humano.
Antoni Puigverd es escritor.
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