Traffic
De vez en cuando, alguien pasa por la Casa de Campo, camino de un quehacer no habitual, por ejemplo, ir a Prado del Rey a hablar por la radio o por la televisión de algún tema más o menos actual. Puede ser a primeras horas de la mañana de un día frío y ventoso de invierno o bajo el sol infernal de un día de julio a las tres de la tarde o una noche de otoño de lluvia torrencial. Puede que uno vaya en un taxi y que el conductor le haya preguntado: '¿No le importa que vayamos por la Casa de Campo? y uno contesta distraído, pensando en sus cosas o en lo que va a decir en el programa: 'No, ¿por qué? Vaya por donde se llegue antes' y el taxista ha respondido: 'Lo decía porque hay personas que no quieren venir por aquí. Por el espectáculo, sabe usted'. Y entonces miras por la ventanilla y ves, solas o en pequeños grupos, a esas mujeres, de carne oscura y silenciosa, expuesta casi entera al frío, al sol o a la lluvia, por parajes vacíos, recostadas en árboles con su expresión cansada. Y uno siente miedo por ellas, tan jóvenes, tan extranjeras, allí en medio del campo, tan expuestas. Y uno piensa: ¿Cómo no se enfriarán tan desnudas ahí de pie con este frío? ¿A cuántas enfermedades se arriesgarán, a cuánta pulmonía y cuánto sida y cuántas tricomonas, clamidias, purgaciones? ¿Cómo se defenderán si no les quieren pagar, cumplido su francés o su completo? ¿Qué pasará si les pegan, si las humillan, si caen con un perverso que les saca la navaja o las quiere violar por detrás y con un palo? Un justiciero, un racista, un fanático, un loco, un asesino en serie, un Jack el destripador suburbano las destroza, las mata y les saca las vísceras. Y mientras, el taxista va contando que son un peligro, que te asaltan y se te echan encima del coche y los frenazos bruscos que tienes que dar para no atropellarlas o si el coche de delante va y se para de pronto, interesado. Un peligro de tráfico.
Y como no hay denuncias, no existen mafias, ni tráfico, ni esclavas. Son chicas alegres...
Y cuando pasas seguridades y controles para llegar a tu programa te dices a ti mismo: 'No pienso hablar de nada ni contestar a nada. Lo primero, lo único que puedo hacer ante un micrófono es contar esto, clamar contra esto, pedir ayuda para protegerlas, gritar muy alto que cualquiera que pase por aquí y luego hable de cualquier otra cosa es un cínico, indigno, insolidario'. Se llega y el maquillaje y los focos y las cámaras y el micrófono y las prisas y el guión y el entrevistador que va a lo suyo y uno se deja llevar por la máquina y se concentra en lo que le están pidiendo que piense, haga, conteste. Y no se dice nada, se busca el momento, un resquicio, una oportunidad y no la hay y uno no tiene el valor de provocarla. Y uno se va y vuelve a pasar entre los árboles y las mujeres, con sus ligueros rojos y sus tangas blancas sobre la piel oscura. Y uno ya no las mira baja los ojos, ahogado de vergüenza y de remordimiento.
Y luego uno ve una excelente película con óscares sobre tráfico de drogas, con una adolescente adicta, arropada y protegida. Casi todos los días uno lee en el periódico sobre malos tratos y abusos sexuales a mujeres y niños, sobre redes de tráfico de personas, sobre inmigrantes ilegales y pateras hundidas y muertos y bebés africanos acogidos. Y otro día, por fin, uno lee un reportaje sobre las mujeres de la Casa de Campo, pero el problema que ocupa y que preocupa no son ellas y lo que las rodea, sino el tráfico. No el tráfico que con ellas se hace, sino el tráfico rodado: los atascos de coches en las noches del viernes y del sábado y las protestas de los vecinos por el ruido. Y sólo de pasada se cuenta cómo a alguna la quisieron violar con un cuchillo y le hicieron una herida en la vagina. Se recogen testimonios y ellas dicen que eso del tráfico de mujeres y las mafias es un mito, que ellas están allí porque quieren, bueno no, porque es el único remedio mientras no estén legales y se vuelve al tópico de la Ley de Extranjería y al problema de los inmigrantes sin papeles, como si ellas fueran unos trabajadores más, sin otro apuro que legalizarse para encontrar otro trabajo, más seguro y 'honrado'. Las que hablan son las que pueden, las inmigrantes aceptables, las iberoamericanas, las preferidas: católicas y de lengua española, y cuentan que tienen apoyos familiares y de grupo y al final parece que no están tan mal. Las otras, las más oscuras y las niñas pálidas del Este, no tienen voz para expresarse.
Y se cuenta también que son vanos los intentos de las patrullas de policía de tráfico para ordenar la zona porque el problema del tráfico rodado en las madrugadas del fin de semana va en aumento. Se debe a una nueva moda entre los jóvenes. Nuestros muchachos celebran los felices eventos de sus vidas -un cumpleaños, una despedida de soltero, un trabajo, un ascenso- con una buena cena, un bar de copas con mucho alcohol y alguna droga light y de diseño y para rematar, a la Casa de Campo, a por la carne exótica y barata que no plantea problemas. Y si el exceso de alcohol y de pastillas impide consumar, por lo menos las miran, las insultan y, sana camaradería brutal, desinhibida, tan viril, se ríen de esos cuerpos abiertos, indefensos, y de esas bocas mudas, que harán lo que ellos quieran.
Pero un día, uno se entera. A uno le cuentan que existen multitud de documentos disponibles, de informes -nacionales, europeos e internacionales- sobre las mafias que operan con mujeres, sobre esta nueva esclavitud con la que convivimos en nuestras libres ciudades europeas a las que cada vez ponemos más guapas, más limpias y cuidadas. Mafias que actúan en los países de origen sacando millones de pesetas para pagar viaje, estancia, papeles, contratos de trabajo a las familias desesperadas de esas jóvenes en flor que son todo lo que tienen y en lo que ponen todas sus esperanzas. Cada vez que hay una guerra, un desastre natural, una hambruna, un éxodo, llegan oleadas de muchachas del país afectado, llegan ellas traídas por las mafias mucho antes de que a su país lleguen las ayudas a las que nuestros solidarios donativos contribuyen. Llegan las niñas de los tifones y de los terremotos y de las inundaciones y de las masacres tribales mientras enviamos por Internet un dinerillo a cuentas abiertas en los bancos, para sentirnos por un momento con la conciencia tranquila.
Las mafias las recogen, las encierran y cuando están maduras de soledad y de desesperanza, las echan a la calle a 'trabajar', vigiladas de cerca. Duran un tiempo en la Casa de Campo de Madrid y cuando se aclimatan y empiezan a conocer a alguien y a medio entender las claves y el idioma, se las envía a otro sitio: a Valencia, a Roma o a París. Y así se van rotando, asustadas, inermes, siempre en un país inhóspito y extraño. Cuando están muy usadas de la calle o ya muy maleadas o enfermas, se las encierra en los clubes de alterne. Allí su esclavitud no tiene escapatoria, no pueden ya salir ni intentar expresarse. Y más tarde, ya totalmente gastadas, se las mete en las redes de otros tráficos, en esa inmensa red de conexiones: de drogas, de armas o de órganos. Batiendo el récord de nuestra globalizada hipocresía, a veces parece que pensamos en ellas. Nuestra controvertida Ley de Extranjería parece haberlo hecho: dice que si denuncian al proxeneta, al mafioso, al traficante, les dan los papeles de inmediato. Pero ¿cómo escapar, cómo hallar el resquicio, cómo llegar a una comisaría, cómo expresarse en español para denunciar? ¿Cómo afrontar el terror de enfrentarse, al carcelero, al amo, al que puede mandar allí en su tierra lejana que le rompan los huesos a su madre o maten a su hermano si ella no sigue pagando la deuda, si ella escapa y mucho más si ella denuncia? Todas niegan las mafias y los tráficos. Si alguna por una circunstancia afortunada y un valor impensable, consigue denunciar y encontrar protección, le explican en la comisaria que España es un país democrático y de derecho y que habrá un juicio legal contra sus verdugos y que ella tendrá un careo con ellos para señalarlos y acusarlos. De la ínfima minoría que llega a la denuncia, la inmensa mayoría la retira.
Y como no hay denuncias no existen mafias ni tráfico ni esclavas. Son chicas alegres para noches de celebración muchachil: el 'homenaje', le llaman. Nadie quiere saber de su inaceptable realidad. Ellas son mujeres, inmigrantes, ilegales y putas: lo último de lo último. No son más que un problema de tráfico, no son nada ni nadie, simplemente no existen.
Elena Arnedo es médica y escritora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.