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De Valencia al infierno

Sectores enteros de la ciudad de Valencia han sido ya invadidos y conquistados por la barbarie, sin que el consistorio de la capital haya hecho maldita la cosa por impedirlo. Si el desmán no se refleja todavía en las urnas es porque las urnas, no por democráticas, dejan de ser funerarias. En lo que a mí respecta -yo, un hombre, un voto- desde aquí le envío a Rita Barberá y su elenco el más sarcástico testimonio de gratitud que darse pueda. Gracias, señora alcaldesa, gracias también a sus ediles no ya sólo por la vida que nos amargan sino también por la salud que nos quitan.

No voy a referirme en esta acción de gracias colérica y sarcástica a problemas de difícil remedio y que, además, no son de la jurisdicción única de la alcaldesa y sus subordinados; algunos de éstos, por cierto, tan laboriosos, que en buena hora descendiera sobre ellos un místico letargo, pues así no darían golpe y eso que saldríamos ganando todos, los ciudadanos conscientes y los inconscientes. Sobre estos últimos tentado he estado de apostillar algo, pero me salva mi inquina a la literatura. No hablaré pues de drogas, ni de delincuencia callejera ni de puterío, una poco santa trinidad que es trinidad porque son tres y porque las tres son una. Aunque quiero decir, porque me lo pide el muy tangible cuerpo y la muy evasiva alma, que a mí las señoras semidoncellas -como las llamaba exquisitamente Cervantes- me caen tan bien como a Don Quijote, quien incluso les otorgó tratamiento. Pues ellas ahuyentaron bravamente los fusiles que, en mi presencia infantil, rodeaban a mi padre y una me acunó en su seno y aún siento sus lágrimas ardientes en mis mejillas. Y no sigo, advertido una vez más por don Quijote: 'No te encumbres, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala'.

Cruzan sectores de la ciudad cientos de moteros. A toda pastilla y con sus monturas trucadas para que produzcan el mayor rugido posible. Uno tras otro o en pareja, día tras día y noche tras noche, todos los días y todas las noches. No perdonan, son almas hechas de desdén. Cosechan humillación y cosechan hipertensiones, arritmias, sorderas, insomnio e incluso enfermedades cardiacas. Tienen parentela, los coches-discoteca, que pobre vecindario si el tráfico es denso -como suele- y si hay un semáforo largo en la proximidad. Esto -y la ciencia médica me ampararía ante los tribunales- es algo más que gamberrismo, es delito contra la salud pública. Parece que el Ayuntamiento de Valencia no ha pensado en esta posibilidad, y si ha pensado, ahí se las den todas. En Valencia, me informó un urbano mientras su pareja le pedía datos a un motero, sólo existe una unidad contra la contaminación acústica. Le di las gracias y me fui. Claro. Si hubiera varias patrullas que se hincharan a multar y a incautar, el problema desaparecería. Pero la alcaldesa, por lo que me dijo ese urbano, sólo dispone de una. Deberíamos pedirle disculpas, por más que nos haya subido la tensión, suframos arritmias y no podamos dormir ni emprender la fuga a algún predio menos inhóspito.

Existe una diferencia entre lo importante y lo prioritario. Ante un/a juez, el Ayuntamiento de Valencia podría alegar que tiene una lista de acciones importantes que acometer y que forzosamente se ve obligado a relegar a un segundo orden o a dilatar con carácter indefinido una acción enérgica contra 'delincuentes menores'. El juez, si no es de los originales y estrambóticos, movería la cabeza entre la decepción y el asombro. Pues en primer lugar, se debe emprender acciones en todos los frentes, ya que las postergadas, al saberse impunes, echarían ramas y raíces, hasta que les nacieran mafias en principio insospechadas. En segundo lugar, lo prioritario cede en el tiempo y le da preferencia a lo importante, cuando esto último tiene solución fácil y a la mano. La contaminación acústica, en su conjunto, es un problema caro y arduo, pero aquí no hablamos del conjunto sino de algunos aspectos importantes del problema, precisamente, los de carácter más vejatorio y de arreglo más fácil. En suma -diría el magistrado- la droga puede ser un problema más acuciante y más duro que la contaminación acústica, si bien hay que matizar que las bajas causadas por esta última son de muy difícil cuantificación. Pero eso es una cosa y otra muy otra acallar el estruendo insultante de motos y coches-discoteca. Si una ciudad no tiene atribuciones para conseguir algo así, que la FEMP se declare en huelga o que se disuelva. Pero si hay ganas y hay sensibilidad hacia los miles de vecinos afectados -muchos de ellos ancianos y enfermos-, así le ponían las carambolas al rey Arturo y los salmones a Franco, no te... Faltan las ganas, falta la sensibilidad y sobra retórica, que no nacimos ayer. Se lo diré con toda franqueza y con toda la frustración del mundo a doña Rita Barberá: me importa un buñuelo el faraonismo si salir de casa es una aventura y quedarse en casa también. Opinión que comparten otras víctimas de nuestro tercermundismo, aunque luego conviertan en cargo vitalicio el sillón de esta nuestra señora alcaldesa. Alguien dijo que la democracia quedaría muy bella sin elecciones, pero sería el deseo de hacer una frase (que puede ser letalmente libidinoso) o un momento de abismal irritación.

El ruido se puede aminorar y ahí está el ejemplo europeo. El que quede, no sólo será menos hiriente por ser menor, sino porque el ciudadano dejará de considerarlo un insulto para pensarlo como un mal necesario. Es la vertiente psicológica del asunto: a algunos nos duele más la ofensa que el mismo estruendo y cargamos el estrés resultante en la cuenta del consistorio. Pero capaces son -lo fue un edil hace años- de justificar la barahúnda con el tedioso y falso tópico de que somos mediterráneos y el Mediterráneo ama el ruído. Al parecer, Platón nació en una traca. Pues no. La cultura occidental es hija del silencio de este hoy asendereado mar. Contemplándolo apenas movido por la brisa, surgió el pensamiento que aún está en el extremo del hilo. No abogo por 'el silencio sepulcral de la vida española', que tanto deploraba Larra; e incluso, a ratos, todavía me agrada el bullicio. Del que por cierto carece Valencia, ciudad confiada, pero no alegre. Paraíso de los decibelios sin trabas, sin orden y sin concierto. Ciudad de la batahola, no es para devorarla, sino para que nos devore.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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