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Democracia con demócratas

Francesc de Carreras

Tras el brevísimo paréntesis electoral, el atentado contra el periodista Gorka Landaburu nos ha devuelto a la dura realidad del País Vasco. ETA y el terrorismo siguen ahí, condicionando las tácticas y las estrategias, los votos y las conductas diarias.

Pasé el fin de semana en el País Vasco, en Bilbao y en San Sebastián. Lucía un sol raro y espléndido, las calles estaban tranquilas, las terrazas de las cafeterías abarrotadas, la Concha repleta de bañistas hasta bien entrada la tarde. Hacia el anochecer la gente invade el interior de los bares, se apretuja en la barra hasta alcanzar con los dedos deliciosas tapas para acompañarlas de claros, tintos o zuritos. Ambiente animado, distendido, tranquilo. Risas y bromas, besos y abrazos.

En el último piso del Guggenheim, una exposición de modelos de Armani; en la planta baja, algunas piezas minimalistas de la célebre colección Panza. El sólido y estilista metro de Bilbao, del impecable Foster: el Kursaal, proa al norte, una de las grandes creaciones de Moneo, indisociablemente integrado ya en la fachada marítima de San Sebastián. Todo ello constituye un prodigio de belleza natural y artificial, de modernidad y cosmopolitismo, de confortable bienestar. Ciudades europeas con un toque muy personal, carácter propio, identidad única. Sensación de paz y de prosperidad, autosatisfacción en los rostros por tener el privilegio de vivir en un país magnífico.

Y, sin embargo, bajo esta capa de brillantez y amabilidad, la sociedad vasca esconde dramas internos muy dolorosos, mentalidades premodernas, heridas sin cicatrizar, ciudadanos con escolta. Algunos, bastantes, pasan miedo, sufren. Unos cuantos más se sienten solidarios con ellos, les ayudan y consuelan. Los más callan, miran hacia otro lado, mejor es no pensar, que lo arreglen los políticos, no es cosa mía. O, peor todavía, piensan, quizá inconscientemente, que ello les pasa por su culpa, por no ser buenos vascos, por no callarse a tiempo, por meterse donde no les llaman. Hay una parte de la sociedad vasca que, sin saberlo, está enferma, asustada, es ajena al dolor ajeno, prefiere no oír hablar de muertos y de sangre porque no quiere ponerse ante el espejo y verse tal cual es: cobarde, atemorizada, egoísta, autocomplaciente, irresponsable, sólo preocupada por su apariencia exterior.

Quizá ya es hora de que esta parte autista de la sociedad vasca se enfrente con sus fantasmas, se responsabilice de lo que no se atreve a hacer, no se inhiba ante sus propias culpas. Quizá es hora de que comience a comprender que el terrorismo, las muertes, la violencia, ETA, son también cosa suya y bien suya. ¿Qué razón hay para que un país que encierra tanta belleza y prosperidad, donde se puede vivir tan bien, sea el único rincón de Europa en el que expresar ciertas ideas políticas pueda costarte la vida? ¿Qué razón hay para que sea el único rincón de España en el que determinadas diferencias de ideas no se resuelvan mediante la controversia civilizada, los argumentos de la razón, sino con el amedrentamiento que produce la fuerza bruta? ¿Con tantos muertos a la espalda, no tendría que ser el grueso de esta sociedad el que dijera a los violentos que ya basta, que no más coches o paquetes bomba, cristales rotos, autobuses incendiados, tiros en la nuca? Porque, ¿cuántos ciudadanos vascos salen a la calle en protesta por las víctimas? ¿Cuántos muestran solidaridad activa y pública, dan amparo y calor humano a los acosados y perseguidos?

Las elecciones del domingo son una buena ocasión para reflexionar sobre el sentido de la palabra democracia, ese tótem del mundo de hoy. Se dice que el día de las elecciones es la gran fiesta de la democracia. Falso, mentira. Las elecciones son, simplemente, la culminación de un proceso y el comienzo de otro. Lo importante es el proceso, y las elecciones son una gran fiesta sólo si este proceso se ha desarrollado de acuerdo con las normas de la democracia. Y democracia no es sólo votar, sino votar en libertad, es decir, desde una sociedad presidida por valores democráticos: respecto a los derechos fundamentales, tolerancia, libre debate; erradicar, en fin, la violencia física que provoca miedo y anula la libre voluntad. Desgraciadamente, la convivencia en Euskadi no está todavía articulada en torno a estos valores, ya que la historia allí sigue siendo, utilizando una frase de Hegel, 'un inmenso matadero'.

No se trata ni mucho menos de deslegitimar a los vencedores de las elecciones del domingo pasado. Al contrario. De ese resultado hay que partir para intentar enfocar el futuro con algo de esperanza. Pero precisamente para que este futuro mejore al pasado hay que saber que democracia es algo más que mera participación electoral, mucho más que votar en las urnas cada cierto tiempo. Para que exista democracia deben existir demócratas, ciudadanos demócratas que ejerzan de tales. Lo es, por ejemplo, Gorka Landaburu, periodista, militante socialista, miembro de la asociación pacifista Gesto por la Paz. Una persona comprometida con los problemas de la sociedad de su país y de su tiempo, solidario, activo con las víctimas y, desgraciadamente, víctima al fin.

Ibarretxe, días antes de las elecciones, comenzó a adquirir personalidad, casi diría que empezó a encontrar la personalidad que le faltaba y, tras su triunfo, inspira una nueva confianza. Pues bien, si Ibarretxe quiere liderar un proceso de pacificación, no sólo debe tomar medidas institucionales, gestionar la victoria desde el punto de vista estrictamente político. Debe contribuir también a la regeneración democrática de la sociedad, estar cerca de los demócratas activos que son víctimas de la situación y estimular a los pasivos, a los que han sido derrotados por el miedo, para que entre todos se forme un frente ciudadano capaz de enfrentarse, pacíficamente, por supuesto, pero con la seguridad que dan las armas de la razón, con los violentos y totalitarios, con los que se creen poseedores de la verdad única. Sólo un rearme moral puede conducir a una sociedad libre.

Es necesario que la estupenda imagen exterior de Euskadi que antes describíamos se complete con una nueva personalidad moral interior: que el vasco autocomplaciente y satisfecho, inhibido de lo público, pase a ser un ciudadano activo, es decir, un demócrata.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

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