La ablación sexual, una mutilación punible
Los medios de comunicación reflejan de un tiempo a esta parte la existencia en determinados sectores de nuestros nuevos convecinos de una práctica aberrante como es la ablación del clítoris. Poco discurrir es necesario para constatar que la inmigración masiva puede generar algún conflicto cultural grave. Pero en nuestra condición de anfitriones hemos de hacer gala de la máxima tolerancia. Nuestros nuevos conciudadanos, por su parte, han de hacer un fuerte, aunque no siempre fácil, esfuerzo de adaptación. ¿Hasta dónde puede llegar la tolerancia?
Nuestra cultura se basa en el individuo y sus derechos inalienables. Algunos de estos planteamientos, empero, tienen poca solera; se remontan a la segunda posguerra mundial; por ejemplo, en Francia la mujer vota desde 1946. Igual que otros anacrónicos excesos por nuestros lares, la ablación no es ni mucho menos una práctica extendida en la cultura musulmana; es más, no pocos estados la prohíben y castigan penalmente. En esta época de regresiones selectivas, no es de extrañar que algunos fundamentalistas practiquen estas y otras barbaridades desafiando a sus estados o con su aquiescencia, tras haberlos ocupado.
Dicho esto, ha de quedar claro que, sin tocar una línea de nuestro Código Penal y sin forzar un ápice su literalidad, la ablación del clítoris constituye un delito contra la integridad física y moral. En principio, tres son las alternativas en juego: las lesiones graves, con pena de cárcel de seis meses a tres años; la mutilación de órgano principal, con pena de prisión de 6 a 12 años, y la mutilación de órgano o miembro no principal, con pena de tres a seis años de privación de libertad.
Las lesiones graves, sorprendentemente, no son un delito grave, sino menos grave, y normalmente, cuando se consideran delito, se castigan como lesiones de menor entidad, con arresto de 7 a 24 fines de semana o multa de 3 o 12 meses: una bicoca. Si se apreciaran lesiones graves, podría estimarse una agravación de la privación de libertad de hasta cinco años cuando la víctima sea menor de 12 años o incapaz. Sin embargo, no creo que ésta sea la solución adecuada. Por el contrario, estamos claramente frente a una mutilación, es decir, ante la destrucción o inutilización intencional de un órgano o miembro del cuerpo humano, que puede comportar tanto una tara física como psicológica. Esa doble faceta de la integridad personal es el objeto de protección jurídico-penal de estos delitos, en concordancia expresa con el artículo 15 de la Constitución, que reconoce el derecho de todos -extranjeros, por supuesto, también- a la vida y a la integridad física y moral.
La decisión que adoptar, pues, radica en saber con cuál de las dos variantes de las mutilaciones nos quedamos. Decantarse por una u otra modalidad, dada la indeterminación legal de lo que sea órgano o miembro principal, no es fácil. Como el clítoris asegura la posibilidad de placer sexual a la mujer -ésa es la razón de su extirpación-, si su ablación es total, tal placer será desconocido para la mutilada. Si se entiende que la sexualidad humana sin placer no es tal, pudiera considerarse que la mutilación es grave, desde el momento en que afecta a un órgano o miembro principal, con eventuales repercusiones permanentes psíquicas. No creo, con todo, que hoy sea ésa la predisposición de la jurisprudencia mayoritaria. Queda en pie, de todos modos, la mutilación de órgano o miembro no principal.
Por último, hay que recordar alguna cuestión no marginal. Por una parte, los acusados, extranjeros, ajenos en principio a nuestra cultura, podrían alegar el llamado error de prohibición, es decir, el desconocimiento de que la ablación clitoridiana sea delito en España. Ello no parece creíble, puesto que comporta un grado de inopia tan grande que, de hecho, impediría la relación con el medio social europeo para la cuestión más nimia. Muchas otras consideraciones penales surgen al socaire de este tema, incluso algunas absurdas carencias procedimentales: es punible la falsedad de moneda cometida en el extranjero, pero no la ablación.
En este contexto, el papel que han de desempeñar los poderes públicos, en especial - una vez más- los locales, con una política social adecuada, así como médicos, enfermeras, asistentes sociales, maestros y vecinos, es enorme en el terreno previo al Derecho Penal: la evitación del delito. Para ello se ha de contribuir muy seriamente a desincentivar esta práctica desde esferas sociales no traumáticas; a la postre, es más efectivo y comporta mucho menor coste personal. Demos, pues, ejemplo en el terreno de la prevención y no recurramos de inmediato a la fuerza por más legítima que sea. Ésta es la primera lección que enseñamos en Derecho Penal: antes hay que haber agotado todos los recursos disponibles. Así pues, no defraudemos a nuestros huéspedes: demostrémosles que la opulencia -incluso la de los nuevos ricos como nosotros- también se da en terrenos no estrictamente materiales.
Todo ello sin abdicar de la obligación estatal de perseguir los ataques a la dignidad humana, reconocida entre nosotros como universal. No valdría mirar para otro lado aduciendo el derecho a la diversidad cultural: contra la dignidad de las personas y sus inalienables derechos fundamentales no hay diversidad cultural que valga. Lo contrario sería disparar a la línea de flotación del orden público democrático y abrir brechas a otros comportamientos latentes y antihumanos. Aquí, pues, desplegados todos los esfuerzos posibles, tolerancia cero. Pero sin dar pábulo a la xenofobia, pues sanción penal y extranjería forman un cóctel explosivo que siempre encuentra fervientes agitadores.
Joan J. Queralt es abogado y catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.
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