De eso no se habla
Si no hay sorpresas, el laborista Tony Blair va a ser reelegido primer ministro británico el 7 de junio próximo (¿quién dice que con mayoría absoluta no se adelantan las elecciones: parece la regla en el Reino Unido), paradójicamente con una popularidad personal en baja. Claro que le ayuda su rival William Hague y su déficit de credibilidad. Se ha dicho que Blair es Margaret Thatcher sin bolso. No es así. Si su política social de tercera vía ha dejado que desear, ahora se presenta para la segunda fase de lo que ya no se puede llamar nuevo laborismo prometiendo inyectar enormes cantidades de dinero público en la educación y la sanidad. Pero, ante todo, Blair ha sido un gran reformador político, que va normalizando las instituciones británicas con la autonomía para Escocia y Gales, la elección del concejo municipal de Londres o el fin de los pares hereditarios en la Cámara de los Lores.
Bien. Pero quiere esquivar la cuestión que, aunque no sea la que más preocupa a los británicos, sí resulta la más polémica: la integración en el euro. La oposición conservadora, radicalmente opuesta a renunciar a la libra esterlina (al menos durante los cinco próximos años), quiere convertir este tema en uno de los ejes de su campaña. Blair intenta que este tema no contamine la campaña electoral prometiendo un referéndum posterior sobre el euro, pero sin comprometerse en un sentido o en otro. Los conservadores británicos temen no sólo la derrota anunciada el 7 de junio, sino que, si Blair convoca un referéndum a favor del euro, lo gane y asiente a los laboristas en el poder por más tiempo del que nunca han estado. Sin embargo, darle la vuelta a la opinión pública en esta cuestión básicamente sentimental (pues los medios empresariales y la City están absolutamente a favor) va a resultar difícil, aunque todo puede cambiar a partir de enero, cuando en el continente, el euro sea una realidad física.
Del otro lado del canal de la Mancha, el primer ministro socialista francés, Lionel Jospin, sigue sin explicar su visión de Europa, porque no la tiene o porque siente que puede ser un estorbo con vistas a las elecciones el año próximo. En contraste, el canciller alemán, Gerhard Schröder, con sus propuestas federalistas -la primera visión europea que tienen los socialdemócratas alemanes en 16 años-, una propuesta de construcción europea marcando el debate.
Y así vemos que Schröder quiere una Europa fuerte, aunque más barata, con unas instituciones fuertes hechas a imagen y semejanza del federalismo alemán; Blair, una Europa débil con instituciones débiles, y Jospin -sospechamos- la contradicción que supone una Europa fuerte con unas instituciones débiles. Todos los citados están en el Partido de los Socialistas Europeos (PSE), que la semana pasada celebró su congreso en Berlín, para llegar a una triste declaración de mínimos. La Europa rosa, un Consejo Europeo dominado por socialdemócratas, de momento tiene en su haber un legado nada socialdemócrata en términos europeos. Como señaló hace tiempo Felipe González, no es lo mismo que los socialdemócratas gobiernen en Europa que gobernar Europa de una forma socialdemócrata. Menos aún cuando esta Unión Europea vive una dramática crisis de liderazgo.
El PSE, que no es propiamente un partido, pues no existen partidos europeos, a pesar de que serían necesarios, eligió para dirigirlo durante los próximos dos años a un británico, Robin Cook, síntoma de que Londres se acerca pero el PSE se aleja. El titular del Foreign Office, que previsiblemente saldrá del Gabinete después del 7 de junio, es el más europeísta de los ministros de Blair, aunque tal condición no significa demasiado. Ahora bien, en esta Europa obsesionada por la inmigración, ante la que los Hague, Bossi, Fini, Berlusconi y otros piden dureza, hay pocos políticos que, como Cook, se vanaglorien de que, por la noche, cuando las familias se reúnen a cenar en sus casas en Londres, hablen en unas trescientas lenguas diferentes; que haga de la diversidad cultural un factor positivo, no negativo, para su propio país.
aortega@elpais.es
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