Votar, vivir
LA IMPORTANCIA de unas elecciones radica, sobre todo, en el hecho mismo de que se celebren. No es fácil ni ocurre en todo el mundo. No es tampoco cualquier cosa votar: requiere la extensión y asimilación de una cultura cívica por parte de una mayoría de la población, la eficacia de unas instituciones capaces de garantizar el ejercicio del voto, la competencia de varios partidos, el debate libre sostenido en unos medios de comunicación libres. Los que subestiman y desprecian las urnas, o no dicen más que tonterías cuando se les pregunta con qué se las podría sustituir o se limitan a repetir lo que han dicho siempre los movimientos totalitarios: que la masa no sabe lo que quiere y que es preciso darle con el látigo para que despierte y tome conciencia de sus verdaderos intereses.
Votar, eso es lo primero y principal cuando se convocan elecciones. Votar, cuando se ejerce ese derecho en condiciones normales, por muchos y variados motivos: porque se apoya a un determinado Gobierno, su política de los últimos años, sus propuestas para el futuro; o porque, al contrario, se quiere despedir al Gobierno, censurar su política, decirle que reflexione y rectifique en la oposición; votar porque se quiere positivamente un cambio, otra gente, con otros programas, otras ideas, o porque aun sabiendo que la opción preferida nunca será ganadora, se pretende mantenerla con vida, por tradición, por interés, por lo que sea. Al cabo, la sustancia de la democracia consiste en la posibilidad de despedir a un Gobierno a plazo fijo y según procedimientos reglados. Quienes no han conocido otra cosa, no saben bien lo que eso vale.
Tampoco lo saben quienes viven la política imbuidos de algún ideal mesiánico. Cuando la política se convierte en religión, las urnas no valen nada. La religión política, la que postula un más allá al que nos conducirá un sujeto colectivo, una clase, un pueblo, una vanguardia; la que entiende la muerte, sea sufrida o infligida, como camino de redención; la que erige como valor supremo el que todo debe sacrificarse a algún dios, como el Estado, la nación, el imperio, el proletariado, la revolución, ésa no quiere saber nada de las urnas. Las asalta, las destroza, las tiene como signo de aborregamiento, y sus resultados, como un dato despreciable que para nada debe influir en la decisión de forzar la marcha de la historia hacia la plena realización del ideal.
Forzar la marcha de la historia: tal es el principio del que siempre parten las religiones políticas. El ideal no llega por las buenas, como resultado de una normal evolución de la sociedad, de un paciente trabajo de convicción y conquista de la mayoría. El paraíso prometido sólo alumbra cuando se aplica el fórceps a la historia. Los amaneceres radiantes siempre vienen teñidos de sangre: si derramas la del otro, te conviertes en héroe y serás festejado por tu pueblo; si derramas la tuya, te convertirás en mártir y recibirás el homenaje de tu patria agradecida. Las religiones políticas necesitan esta clase de héroes y mártires para imponer en su nombre un sistema de dominación en el que las urnas son un adorno risible.
Pero con eso, allí donde todavía la política se vive como religión, las urnas adquieren un valor olvidado allí donde se ha desprendido de adherencias religiosas. No es que se vote para cambiar la vida, como por última vez proclamó un partido hace ahora veinte años, cuando Mitterrand se disfrazó de poeta. No se vota para cambiar la vida, pero puede ocurrir que resulte obligado votar para vivir. A la guerra que ETA ha declarado a la sociedad vasca con una serie de asesinatos políticos, sin parangón en toda nuestra historia, no se le pondrá fin con una papeleta electoral. Lo que sí puede derivarse de una montaña de papeletas es un mandato para que el Gobierno resultante ponga todos los medios a su alcance con objeto de acabar con este imperio de la muerte en el que ha venido a desembocar la política vasca, alimentada por la última y mortífera religión de nuestro tiempo: el nacionalismo.
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