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Eutanasia y constitución

La reciente aprobación de una ley de despenalización de la eutanasia activa por los Estados Generales de los Países Bajos ha dado nuevos bríos a un debate social que, entre nosotros, estaba apreciablemente amortiguado. Como suele ser habitual ese retorno ha venido acompañado de algo que parece consustancial a las discusiones públicas sobre la materia: la confusión conceptual y, como consecuencia de la misma, la práctica. Por de pronto hay que señalar que la ley holandesa establece un riguroso sistema de garantías orientado a evitar los abusos que la admisión de la muerte piadosa puede propiciar. Resulta lógico que así sea, no sólo porque en el caso holandés han salido a la luz indicios de algunos abusos, sino también porque la gravedad e irreversibilidad de la eutanasia lo exige. Sin controles ninguna legalización es factible, ni en el caso holandés, ni en la ley australiana, ni en la propuesta de Oregón. En el caso que comentamos para poder practicar la muerte piadosa es necesario: manifestación expresa y con garantías de libertad del afectado; concurrencia del supuesto de hecho que legitima la muerte (los sufrimientos insoportables del enfermo terminal); dictamen favorable de un comité médico; dictamen favorable de un segundo comité de revisión; asentimiento del personal médico que directamente mata. El sistema previsto es riguroso, y recoge una notable experiencia previa de tolerancia, pero tiene un inconveniente: destruye el argumento de la autonomía personal como justificador de la eutanasia, que se sitúa en el centro de los argumentos favorables. En el caso se requiere la concurrencia de un mínimo de seis voluntades para practicar la eutanasia, y el deseo de morir del paciente aparece subordinado a las voluntades de no menos de cinco personas ajenas y distintas, no parece que quede mucho de autonomía personal. Interesa subrayarlo porque, desde la perspectiva constitucional, el dato es relevante: un sistema así no puede justificarse en términos del derecho a disponer de la propia vida, sencillamente porque el procedimiento obliga a una disposición heterónoma: si yo quiero y los otros no, no hay eutanasia.

La propiedad indicada es ineludible porque es inherente a la eutanasia misma. En su núcleo fundamental la eutanasia es una forma particular de suicidio asistido cuya diferencia específica radica en su finalidad: se mata para evitar sufrimiento. En cuanto que requiere asistencia la eutanasia exige la participación activa de un tercero, que proporciona el medio para suicidarnos o nos mata conforme a nuestra voluntad. Sin su acción, sin su voluntad por tanto, no hay muerte, ni misericordiosa ni brutal. Conclusión: en la eutanasia dependemos de la voluntad de un tercero, es una acción heterónoma por definición. Mal puede justificarse en nombre de la autonomía. Por eso no es casual que un conocido solicitante perdiera el pleito en las seis instancias a las que recurrió.

Si abandonamos el argumento de la autonomía y pasamos a la sustancia legal, la reivindicación de la eutanasia reposa sobre un supuesto implícito: la existencia de un derecho de libertad a disponer de nuestra propia existencia, derecho que sería, además, de rango fundamental (una diferencia esencial entre eutanasia y evitación del encarnizamiento terapéutico aparece así: en la eutanasia hay lesión de la vida, no de la integridad física y moral). Desde una perspectiva legal-constitucional los demás argumentos son ancilares, o falsos; es ancilar el argumento del derecho general de libertad, es falso el del derecho a la dignidad, porque si admitimos el primero (el derecho fundamental a disponer de la propia vida) el argumento del derecho general de libertad, como tal o en su versión derivada de actuar conforme a las propias convicciones, resulta lógicamente superfluo, aun cuando sea políticamente oportuno; es falso el segundo porque en nuestro ordenamiento la dignidad es una cualidad que se predica del ser humano en cuanto tal y por serlo, es el fundamento y fuente de todos los derechos, pero no es en sí misma un derecho constitucional.

La Constitución predica la dignidad del ser humano mismo, en nuestra ley fundamental la dignidad es atributo de la persona y los poderes públicos tienen la tarea de procurar que la vida de cada persona sea coherente con esa dignidad, y no al contrario, por ello contraponer dignidad y continuidad de la vida humana carece, insisto en nuestra Constitución, de todo sentido. Empero la cuestión jurídicamente primaria permanece en pie: si hay un derecho fundamental a disponer de la propia vida la legitimidad constitucional del suicidio resulta paladina y no habría obstáculo de principio para admitir la de la eutanasia, hay que plantearse, por tanto, si el derecho a la vida y a la integridad del artículo 15 de la Constitución cobija un derecho constitucional a disponer de la propia vida. La respuesta directa del Tribunal Constitucional es negativa: desde los llamados casos de los GRAPO el tribunal ha sentado la doctrina contraria: no hay en el art.15 un derecho fundamental a disponer de la propia vida y, por lo mismo, no hay un derecho constitucional a procurar la propia muerte. La clave se halla en la naturaleza misma del derecho fundamental: éste es un instituto legal que otorga al titular un haz de facultades que incluyen la posibilidad de movilizar al poder público para imponer la protección de su ejercicio. Que exista un derecho fundamental a disponer de la propia vida significa exactamente esto: que si una persona decide suicidarse arrojándose desde veinte pisos de altura los terceros que intentan disuadirle, o que intentan impedirle que se precipite, están cometiendo una acción ilícita, y que el suicida puede exigir al juez que prohíba a terceros que hagan cosas que dificulten o impidan satisfacer su propósito de matarse, hasta el punto de que el suicida podría exigir a la Guardia Civil que detuviera a quienes tratan de impedirle que se precipite porque al hacerlo están cometiendo un delito contra los derechos fundamentales.

No existiendo un derecho fundamental a la disposición sobre la propia vida, y existiendo el deber del Estado de proteger, incluso mediante normas penales, el objeto de cada derecho y el derecho mismo, el que me parece es el único portillo restante para la legitimidad constitucional de la eutanasia pasaría por admitir la posibilidad de renuncia de derechos fundamentales. Si así fuere no habría objeción constitucional de principio a la figura de la muerte piadosa, podría haberla de ordenación, mas no de principio. Hay ordenamientos constitucionales que son así o, al menos, eran así (me vienen a la cabeza el norteamericano o el austriaco); ahora bien, para que eso sea factible es preciso admitir que los derechos constitucionales no son parte del orden vinculante de convivencia que la comunidad se da a sí misma, que son un puro instrumento de protección y tutela de intereses individuales, privados, y que, por ello, se hallan dentro del dominio pleno del principio de autonomía de la voluntad. Esa es la posición liberal clásica.

Pero por muy liberal y muy clásica que sea esa concepción no se corresponde con la estructura de nuestra Constitución. En nuestro caso los derechos constitucionales -y los bienes que estos protegen- son parte de lo que los especialistas llamamos un 'ordenamiento objetivo' de la comunidad, lo dice explícitamente el art.10.1. de la Constitución: los derechos son el fundamento del orden social y político, y, en consecuencia, son indisponibles. Los derechos constitucionales son el núcleo esencial del orden público democrático, y frente al orden público no hay autonomía de la voluntad que valga. También desde esa perspectiva la puerta constitucional permanece cerrada ante la eutanasia. Se me dirá, la eutanasia es legal en los Países Bajos, sí. Pero lo es porque ni la Constitución neerlandesa incluye el derecho a la vida en el catálogo de los derechos constitucionales, ni hay justicia constitucional en Holanda. Donde esa combinación se da no hay eutanasia que valga. Laus Deo.

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Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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