El traje de la mayoría silenciosa
La chica -casi anoréxica- y su mamá -de muy buen ver- salieron de la tienda felices y contentas. Llevaban grandes bolsas de papel barato repletas de camisetas, pantalones, chaquetas, zapatos y ropa interior made in Spain. Habían ahorrado algo para comprar aquellas promesas de felicidad indumentaria, pero su presupuesto, de clase media-media, se desequilibra mucho más con la gasolina del coche, la factura del teléfono o con la compra semanal. Cientos de madres y cientos de hijas -y también cientos de jóvenes y de padres- pasan cada día en la España de ahora mismo por la misma experiencia placentera: ir a la moda ya no es cosa de los ricos, ni cosa de los urbanitas esnobs, ni un privilegio de top-model.
Estas españolas y españoles, que en apenas dos generaciones han pasado del traje de lagarterana -o del más común traje de luto- al traje de chaqueta y al atuendo casual de marca española -que para mayor jolgorio triunfa en el mundo- hablan de que un montón de cosas no sólo han cambiado en este país, sino que son ya irreversibles. Aunque cosas como el conflicto vasco lo contradigan. Si el traje es un signo de los tiempos y la moda -si esa idea todavía existe en esa avalancha masiva- una completa fotografía social, la globalización -estética, para empezar- es un hecho entre nosotros desde hace mucho tiempo.
Cuando me preguntan por lo que encarna la estética indumentaria española actual suelo remitir a mi interlocutor a El Corte Inglés o una de las 600 tiendas que el grupo gallego Inditex tiene en España. Es una respuesta poco ortodoxa, que he observado que no gusta nada al que busca un diagnóstico de estilista y espera un juicio definitivo sobre los diseñadores más exquisitos. Pero la realidad de nuestros trajes es mucho más clara y contundente que los deseos de las vanguardias. Un gran almacén ha conseguido, en buena parte, que la España rural dejara de serlo y que el Estado de las autonomías lo fuera en todo menos en los vestidos. Y aunque nadie se atreva a reconocerlo aún, vivimos en un país Zara -un país de confección barata pero digna, en que bastantes logran una modernidad estética inimaginada-, lo cual tiene sus claves y consecuencias.
Por ejemplo, ahora esa empresa que en 1974 funda, a partir de un negocio de sacos de bebé cosidos por la familia, un gallego que ha conseguido ocultar su rostro de los fotógrafos y que jamás ha dado una entrevista, ha salido a Bolsa. Dispone de 1.080 tiendas en 33 países, está valorada entre 1,4 y 1,5 billones de pesetas, factura anualmente casi medio billón y el 52% de sus ventas se realiza en el exterior de España. Es un verdadero monstruo económico cuya competencia son importantes cadenas americanas. ¿Quién hubiera dicho hace 25 años -en un país en el que la moda propia apenas existía- que el primer holding confeccionista europeo sería español? ¿Quién hubiera dado dos duros por las ideas organizativas de un desconocido gallego? ¿Y quién hubiera adivinado que el producto moda español competiría por ahí, de igual a igual?
Quienes hemos seguido el fenómeno hemos visto cómo esa empresa y la sociedad española media se desarrollaban de forma paralela. Las ideas democráticas tenían su correspondencia en una indumentaria y en un estilo sencillo, discreto, no muy original, que suponía una adaptación propia al latir estético del mundo occidental.
Hemos visto eso y no ha sido fácil convencernos de que ese éxito que supone no sólo sobrevivir, sino triunfar en medio de la más dura competencia -y sin publicidad de ningún tipo-, era posible para los (nuevos) españoles. Pero el país Zara, a pesar de que la ropa es lo más visible de cada uno de nosotros, es aún un país oculto y por entender. Un país de clase media al que no prestamos ninguna atención. El traje de nuestra mayoría silenciosa nos habla de esta asignatura pendiente.
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