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54º FESTIVAL DE CANNES

Nicole Kidman defiende un 'videoclip' musical hueco y parasitario

'Moulin Rouge' abre un austero concurso

La plagiaria Moulin Rouge es toda una película de autor, por paradójico que parezca. Sólo puede ser obra -o, si se afila la lengua, fechoría- de Baz Luhrmann. Brota por los cuatro costados de su dorado naufragio la tinta de la escritura, el latigazo de la fusta directora y, sobre todo, el despliegue de la secuencia en vertiginosas y apretadas síntesis de jugueteos visuales propios del spot publicitario y el videoclip musical, formatos -que no formas- con los que el cineasta australiano quiere, y por ahora no puede, construir el armazón de una verdadera forma fílmica.

Con sólo tres películas es Luhrmann un principiante casi veterano. Está ahora enrolado en la producción marginal de los estudios de Hollywood y su cine sobre el papel ofrece un modelo de película innovador y sugerente, pero sobre la pantalla esa su potencial originalidad y riqueza se le desinfla y adocena.

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Se intuía todo esto en su más humilde y mejor obra, la inédita en España Strictly ballroom; cantaba sonoramente en las petulantes y cursilonas oquedades del Romeo + Julieta donde hace cuatro años embarcó a Leonardo Di Caprio; y vuelve a cantar, y clamorosamente, en los delirantes retorcimientos de cámara de Moulin Rouge, que distorsionan y, por tanto, envilecen todas las interrelaciones de los intérpretes, que, sin embargo, componen un buen reparto, que logra salvar la credibilidad del increíble tinglado y lo hace finalmente visible, a no ser que el espectador no se haya derrumbado a mitad de película, mareado por el bombardeo de los frenéticos vaivenes del foco, por el chorreo de deformaciones ópticas y por las continuas aceleraciones y frenazos de los ritmos de montaje.

Pero la moda de una pantalla acelerada a ritmo discotequero parece ser consustancial con el cine llamado posmoderno y éste es un seguro indicio de que Moulin Rouge provocará el consabido revuelo en los gallineros de la modernez. Y una llamada de atención: en el jurado suena el célebre nombre de Terry Gilliam, sumo pontífice de la tramposa confusión, reinante en este tipo de películas, entre exceso y exageración, por lo que el día final de los premios entra en lo posible que tengamos que volver a hablar de esta pretenciosa y hueca película, que invade despóticamente la pantalla y, con ínfulas de exquisitez y de pureza artística, nos cuela de rondón un filme interiormente vacío y endeble, mal organizado o, peor aún, engañosamente bien organizado.

Megalomanía

Como de costumbre en estos diluvios de imágenes mitad plagiarias y mitad despóticas, que anulan la libertad del espectador al privarle de tiempos de tregua atencional y de reposo crítico, que le permitan meditar y arrojar luz sobre lo que sus ojos y sus oídos se están tragando sin posibilidad de respuesta, son los intérpretes los principales apaleados por la megalomanía del director, quienes con más pasión defienden algo que, sin percibirlo así, disminuye su talento porque daña a su libertad. Nicole Kidman, Ewan McGregor, John Leguizamo, Jim Broadvent y Richard Roxburgh luchan con calor, a veces incluso con abnegación, por estas imágenes que a veces van contra ellos, que maniatan y amordazan su elocuencia gestual y verbal, y hacen flotar heroicamente el celuloide de un naufragio imaginario al que sólo ellos dan calidad de carne y ráfagas de verdad.

Nicole Kidman, ayer en Cannes.
Nicole Kidman, ayer en Cannes.REUTERS

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