Supongamos
Resulta curioso y revelador de lo que sucede en Cataluña observar el seguimiento de las elecciones vascas que se hace en nuestro país. Los sectores nacionalistas, tanto los afines a partidos de derecha como a partidos de izquierda, se muestran muy inquietos por el resultado electoral del PNV, ya que les es imposible concebir un gobierno vasco sin su presencia. Son los mismos que, ignorantes de lo que es una forma de gobierno parlamentaria, han mantenido en los últimos meses que no había razones para disolver el Parlamento vasco porque unas nuevas elecciones no resolverían nada. Ahora, sin embargo, a la vista de la mayoría de los sondeos y de la promesa de Ibarretxe de no ser investido como lehendakari con los votos de EH, se muestran preocupados y pesimistas. Se preguntan: '¿Qué podrá hacer un Gobierno PP-PSOE?'. Y contestan: 'Absolutamente nada, aún iremos peor, ETA reaccionará todavía más violentamente y nada se solucionará'.
Quienes así opinan son aquellos que han sido partidarios -por intereses propios o por un cálculo político erróneo- de la política de dar carnaza a la fiera, olvidando su condición. Durante 20 años, ésta fue la estrategia políticamente correcta en el País Vasco. Pero, a raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco, un sector amplísimo de ciudadanos no pudo más y salió abiertamente a la calle en manifestación de protesta no sólo contra ETA, sino también contra su entorno político, social y mediático.
A partir de ahí se produjo un doble movimiento más o menos simultáneo. Por un lado, el PNV entró en negociaciones con la rama política de ETA para hacer un pacto entre sectores nacionalistas creyendo que en ese ámbito sería hegemónico: su fruto fue el Pacto de Lizarra. Por otro, un sector del mundo intelectual consideró que los clásicos e ilustrados valores de libertad e igualdad eran superiores y preferentes respecto a cualesquiera otros, por muy legítimos que fueran: fruto de ello han sido el Foro de Ermua y ¡Basta ya! Para estos movimientos, las diferencias entre derecha e izquierda eran secundarias: lo principal era la defensa de los derechos fundamentales y del sistema democrático. La paz en el País Vasco sólo podía conseguirse si aquello que se defendía prioritariamente era la libertad.
Ello ha permitido que en los últimos meses se haya dibujado un escenario nuevo e inédito: el pacto PSOE-PP. Este pacto, que ha cogido por sorpresa a los partidos nacionalistas, se ha formulado -de modo similar a los tiempos de la lucha antifranquista- como un 'pacto por la libertad', sus autores intelectuales son los miembros del Foro de Ermua y del movimiento ¡Basta ya! y -si los dirigentes socialistas de Madrid todavía traumatizados por el triunfo electoral de Aznar no lo impiden- será probablemente la clave del resultado electoral del próximo domingo.
Estos cambios de los últimos años permiten contestar la pregunta que con tanta insistencia formula el nacionalismo transversal catalán: las elecciones servirán para que un gobierno de populares y socialistas pueda comenzar a enderezar la situación del País Vasco. ¿Cómo? Enfrentándose con inteligencia y decisión al único problema político que está en juego: que en aquel país cese el miedo, producto de la violencia física y psíquica a que están sometidos y caldo de cultivo que impide el ejercicio de las libertades más elementales y, por consiguiente, el funcionamiento democrático del sistema político. Para ello, no sólo hay que tomar medidas policiales contra una banda terrorista que actúa secretamente desde la ilegalidad, sino que también hay que tomar medidas -policiales y de otro tipo- frente a un entorno de colaboradores, cómplices y encubridores que, conscientes o inconscientes, actúan públicamente sostenidos, subvencionados y, en muchos casos, alentados por el mismo poder político.
Supongamos -mera hipótesis- que el resultado electoral permita formar un gobierno de coalición entre el PSOE y el PP. En la dirección apuntada, tres medidas serían urgentes. Primera, efectuar cambios profundos en la Ertzaintza que permitieran no sólo evitar los atentados y desarticular a ETA, sino también -y ello es mucho más fácil en lo inmediato- disminuir sensiblemente los actos de violencia callejera, la llamada kale borroka, auténtica escuela de formación de cuadros de la banda terrorista. En segundo lugar, no hacer llegar ayudas y subvenciones a organismos y asociaciones suficientemente conocidas que forman parte del entorno etarra y son su auténtico caldo de cultivo. En tercer lugar, tomar también medidas para que no se incite al odio contra lo español (y lo francés, imagino) en las escuelas y en los medios de comunicación públicos. O, mirado en positivo, educar en el civismo democrático, sustituir una idea étnica de pueblo vasco por una idea democrática de ciudadanía vasca.
Si seguimos en el supuesto anterior, el ideal inmediato, lo único que supondría un cambio político real en el País Vasco, sería un gobierno compuesto únicamente por miembros del PP y del PSOE. Ello abriría un compás de espera para que se dieran los cambios necesarios en el PNV para permitir un segundo gobierno de más amplia concentración democrática que pusiera un estrecho cerco a los violentos y al entorno que les da soporte. Un PNV regenerado, que recuperara a personas como Joseba Arregui, Cuerda o los hermanos Guevara, e incorporara a su dirección a personalidades como Ardanza y Atutxa, podría reforzar el cambio que ya habría iniciado, un tiempo antes, el gobierno de populares y socialistas.
La sociedad vasca es en su gran mayoría moderna y abierta: una labor pedagógica de entendimiento y cordialidad entre demócratas -nacionalistas y no nacionalistas- para hacer frente al terrorismo y la violencia es lo que espera, anhela y desea. El Foro de Ermua y ¡Basta ya! enarbolaron una antorcha. El pacto PP-PSOE ha sido la formulación política de estas iniciativas ciudadanas. Cuando en el PNV se impongan las personas razonables, el bloque democrático estará al completo para vencer el miedo y aislar a ETA. Pero para ello es imprescindible que el PNV pase durante un tiempo a la oposición. El domingo por la noche tendremos respuesta a los angustiosos interrogantes que hoy tanto nos preocupan.
Francesc de Carreras es Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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