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DANZA

Lujo en negro

Cuando el flamenco no elude su textura básica de queja y drama, produce una danza seria de rara e inigualable intensidad; si a ello se suman diez enormes y potentes artistas comprendidos en dos generaciones y media de trabajo creador, el resultado es un lujo.

Y así ha sido en el Teatro Real, a pesar de un orden de programa algo errático, del equívoco título de la velada y de un problema que en el coliseo de la Plaza de Oriente parece insoluble: el suelo óptimo para la danza española. O es la reverberación o una excesiva amplificación del sonido de los tacones, el caso es que el baile se ve frecuentemente traicionado y resentido por ese percutir mecánico.

El flamenco ha llegado al Real esta vez de manera casi furtiva, fuera de la programación oficial de la temporada y por cortesía del Ayuntamiento. Vale, pero no es solución elegante ni digna sino recurrente, un lunes (día de descanso ordinario en todos los teatros del mundo) que hay que agradecer a los bailarines sobre todas las cosas.

Para que el mural parnasiano del mejor ballet flamenco hubiera estado completo, en esencia, solamente faltaban cuatro o cinco nombres (José Antonio, Joaquín Cortés, Aída Gómez, Mario Maya, Sara Baras). Hubiera valido la pena intentarlo, aún a riesgo de la duración del espectáculo. Siempre se puede decir aquello de "ni están todos los que son, ni son todos los que están". El programa no sitúa responsable alguno en la selección artística, amén del aparato gestor municipal. Pero las galas no se hacen solas. Siempre hay un cerebro al que culpar o al que halagar.

La apoyatura estética del ballet flamenco ha ganado en los últimos años en cohesión estilística, pero un cierto manierismo ha reducido su espectro plástico: cámara negra, ropa negra de aire minimalista, luces cenitales duras, protagonista de la nueva percusión y así muchos otros elementos (o la ausencia de ellos) que nublan el afloramiento de cierta esencia emotiva y clásica que está ahí, que se siente, pero que las modas imperantes relegan a la categoría de perfume.

En la gala se vio mucho baile serio y de convencimiento. En la primera parte Antonio Márquez hizo un zapateado (Sarasate) algo ajeno al estilo del original con evocaciones taurinas y con lo que él entiende por virtuosismo, con un solo sin música excesivamente largo; Merche Esmeralda matizó su intenso sentido de lo femenino (la segunda parte de su baile fue un recital de soledades); Rafael Amargo mostró su arrojo y dominio de la pose de efecto; María Pagés recreó su estudio de un braceo asimétrico de añeja inspiración y Manuela Carrasco entronizó una vez más el personaje de la bailaora de gran peso, con sus secreto y sus maneras vernáculas.

En la segunda parte, Adrián Galia estuvo expansivo, aéreo y sinceramente renovador; Eva La Yerbabuena reconcentrada y potente en sus vueltas quebradas y sus acentos de fondo oscuro; Antonio Canales abrió su estilo a una teatralidad compuesta por las luces, las palmas y sus pasos de fuerza; Blanca del Rey, con su capacidad y elegante talento para profundizar en el acento jondo a través del dibujo musical, hizo de su soleá del mantón el punto de más elevado lirismo de la velada, y finalmente El Güito bailó con generosa vitalidad, entregándose, demostrando que es justo que estos héroes generacionales, y sus sucesores, por derecho, tengan en el Teatro Real tribuna y eco. Todos los músicos y cantaores acompañantes se mostraron también a gran altura.

Gala de la danza española y del flamenco

Con Rafael Amargo, Antonio Canales, Manuela Carrasco, Blanca del Rey, Merche Esmeralda, Adrián Galia, El Güito, Antonio Márquez, María Pagés y Eva La Yerbabuena. Escena y luces: Dominique You. Teatro Real de Madrid. 7 de mayo.

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