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Estado plural 'versus' partido nacional

La polémica tramitación del Plan Hidrológico Nacional está permitiendo al Partido Popular presentarse, de nuevo, como el único partido nacional español. En efecto, la línea argumental del PP en su defensa del plan no es la de que actúa como el partido del Gobierno, un Gobierno que debe tomar decisiones por impopulares que éstas sean, sino como el partido de la coherencia nacional, que defiende lo mismo en Murcia que en Aragón o Cataluña. Es por ello que, para los populares, ni siquiera el PSOE, el otro partido nacional, entra en esta categoría, porque 'no defiende lo mismo en todas partes'. Lo que, ciertamente, no impide al PP propugnar una coalición de gobierno con el PSOE en el País Vasco tras las elecciones del 13 de mayo, basada precisamente en el carácter nacional de ambos partidos y no en ninguna otra afinidad.

Josep Ramoneda ha sostenido (España como partido, EL PAÍS, 8/3/01) que nadie se ha creído la España de las autonomías surgida de la actual Constitución, y que la respuesta de los grandes partidos nacionales a lo que han visto como un déficit de cohesión nacional ha sido colocar el partido por encima de las instituciones del Estado autonómico, ignorando la pluralidad de niveles de representación política (y, por consiguiente, de intereses legítimos) que éste consagra. Pero Ramoneda se queda corto en su diagnóstico. El problema, a mi entender, es que se ha regionalizado el Estado, pero no los partidos políticos. El PSOE se proclama federal, pero ni ha apostado por el federalismo como sistema político ni su organización interna es federal. El PP, por su parte, hace gala de su carácter nacional, y aunque ha consentido, con la boca pequeña, en crear un PP de Cataluña, en realidad nada cambia su centralismo inherente, esencial y definitorio.

Esta falta de acuerdo, de coherencia, entre una articulación autonómica del Estado y una organización centralista de los partidos a nivel estatal explica mucho de la actual situación política y, en particular, del empeño que desde el Gobierno se pone en volver a la vieja concepción centralizada del Estado español. En este sentido, la reivindicación que hace a menudo José María Aznar de la figura de Cánovas del Castillo no es casual: traduce la pretensión de regresar al turno de partidos, liberal y conservador, de la Restauración, encarnados ahora por el PP y el PSOE. El mal es que, efectivamente, esta visión se contradice con la concepción del Estado que debería haberse impuesto, si ésta fuera realmente creída y asumida, con la Constitución. Una concepción autonomista, si no federalizante, que no se ve ahora por ningún lugar: ni en el terreno de lo simbólico (de las chapas a los sellos), ni en el cultural, ni en el de la financiación, ni en las inversiones en infraestructuras o en las grandes opciones estratégicas (se vuelve a la España radial, con centro en Madrid).

Esta no asunción del Estado plural se está llevando a las últimas consecuencias en las elecciones vascas. Más allá del acuciante problema que significa la inexistencia de un consenso democrático básico en el País Vasco (imposibilitado por ETA, pero a cuya ruptura han contribuido todos), se está tratando de imponer un planteamiento, que es defendido incluso desde posiciones progresistas, que insiste en que hay sólo dos ideologías legítimas, la liberal y la conservadora -como si éstas fueran puras, incontaminadas de nacionalismo-, y que niega esa misma legitimidad al nacionalismo -como si éste fuera puro, incontaminado de liberalismo o de conservadurismo-, aunque este nacionalismo sea la expresión, nos guste o no, de una determinada realidad social.

Sin embargo, lo cierto es que allí donde el Estado autonómico tiene una razón histórica de ser, como en Cataluña, en Euskadi o en Galicia, existe un sistema propio de partidos, distinto al bipartidismo nacional, y que este subsistema propio no existe allí donde, como en la Valencia de Zaplana, hace tiempo que se tiene asumida su condición subalterna, provincial. Por el contrario, quienes no se resignan a esa condición subalterna, como las Baleares de Antich, acaban rompiendo el bipartidismo mediante un pacto entre los nacionalistas y las izquierdas.

El proyecto aznarista del bipartidismo nacional es un serio paso atrás en la andadura democrática de este país. La compatibilidad de un Estado plural con un sistema de partidos nacionales se puede hacer efectiva sólo si este nacional va acompañado, en la organización y en la propia concepción de los partidos, de una asunción plena y real de la estructura autonómica del Estado. Una asunción que debe traducirse en un funcionamiento federal, como el que tienen los partidos conservador o socialista a nivel europeo, y en el que la representación y la legítima defensa de unos intereses nacionales son objeto, como todo en la vida, de una constante negociación.

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Josep M. Muñoz es historiador.

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