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Columna
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Gente que camina

Juan José Millás

En Madrid hay ahora mismo más sitio para ejercitar el coche que para ejercitar las piernas. Pese a ello, las piernas continúan vigentes. La mayoría de las personas que conozco se pasan siete u ocho horas sentadas a una mesa, moviendo los brazos y los labios con las piernas paralizadas debajo del tablero. Cuando abandonan la mesa, apenas dan unos pasos hasta el coche, donde las piernas continuarán prácticamente quietas. Otro órgano con menos talento ya se habría atrofiado, pero las piernas continúan misteriosamente hábiles. Mucha gente no se da cuenta de que tiene piernas hasta que se jubila y comienza a moverlas. Cuando vas a los sitios caminando, descubres una dimensión de la realidad que no se percibe desde el coche, ni siquiera desde el autobús. Quiero decir que ves gente que camina. Al principio no es fácil distinguir a los que andan de los que se mueven, pero si prestas atención, la mirada se acostumbra a la oscuridad y enseguida comprendes las diferencia entre una cosa y otra.

¿Y a dónde va toda esa gente solitaria? No va a ningún sitio. Sólo ha salido a utilizar las piernas. Hay individuos que durante los dos primeros años de su jubilación recorren andando más kilómetros que durante toda su vida pasada. Lo sorprendente es que las piernas les responden, y no sólo les responden, sino que mejoran con el uso. El problema, ya digo, es dónde usarlas. Los periódicos deberían publicar itinerarios urbanos con el mismo espíritu con el que publican excursiones a la sierra. Desde la iglesia de los jesuitas de Serrano, por ejemplo, hasta Cibeles hay unos 25 minutos caminando. Mucha gente cree que las distancias entre las calles son enormes porque uno de los problemas que conlleva el no andar es que se pierde la noción de las cosas más elementales. Una vez que se comienza a usar las piernas se descubre que todo está más cerca de uno mismo de lo que creíamos. El coche engaña más que la vista.

Las autoridades aún no se han enterado de que en Madrid hay gente que camina, es decir, gente que utiliza las piernas. Si lo supieran, pondrían paneles en las calles destacando las vías por las que es más sencillo hacerlo y el tiempo estimado en llegar de un sitio a otro. A los que corren se les distingue enseguida por el pantalón corto y el jadeo, pero la gente que camina es secreta. Por otra parte, ya hemos dicho que no todos los que se desplazan caminan.

El que camina distingue al que camina como un fantasma distingue a otro. La semana pasada, desde El Corte Inglés de Princesa hasta Bilbao, conté siete personas que habían salido a utilizar las piernas. Lo bueno es que al poco de ponerse en funcionamiento las piernas se activan los neurotransmisores también y empiezas a comprender cosas que hasta el momento se te habían mostrado opacas. En ese sentido, la gente que camina tiene cierto peligro, pues es casi imposible utilizar las piernas sin utilizar la cabeza: una cosa conduce a la otra y, de súbito, te das cuenta de que la ciudad está completamente equivocada. No es que haya cosas peores o mejores: es que está todo mal. La ciudad ha devenido en un artefacto insoportable cuyo único objeto es enriquecer a los fabricantes de coches y a las compañías petrolíferas. A lo mejor, ni eso. No es necesario que el disparate tenga un sentido, ni siquiera un sentido malo. Lo cierto es que en un momento determinado las cosas se empezaron a torcer y nadie ha sabido cómo detener esa caída.

Sin embargo, hay ciudades en las que se está poniendo freno al deterioro. Son aquellas en las que las autoridades se han atrevido a trabajar a favor de las piernas y en las que se ha cerrado al tráfico el centro histórico, algo es algo. En estas ciudades, la gente, al recuperar el uso de las extremidades inferiores, ha recuperado también, curiosamente, el de la cabeza, descubriendo a la par el mundo de las ideas y el de la arquitectura. En Madrid, hace años que no hay una sola idea. La metáfora perfecta de nuestra vaciedad es ese socavón de 70 metros cuadrados que hace un par de semanas se abrió en plena M-30. El asfalto es un decorado, las fachadas son un decorado, el ayuntamiento es un decorado. No es que las cosas estén mejor o peor, insisto, es que no están. Pero en medio de toda esa nada atroz, sales a pasear y de súbito, cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad, ves gente que camina con una determinación admirable entre la gente que simplemente se mueve o va de compras. De momento no pasan de ser presencias fantasmales, quiméricas, aunque tienden a corporeizarse a una velocidad de vértigo. Cualquier día nos dan una sorpresa.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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