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Y los demás, ¿qué?

Una de las ventajas de la democracia y el Estado de las autonomías ha sido demostrar con hechos que, a pesar de la enorme descentralización, las cuentas nos salen a todos. Claro que a unos mejor que a otros, y en este caso, 'Madrid se va', porque las cuentas le salen muy bien. Pero también se ha demostrado que todos trabajamos para todos, sólo que de distinta manera: unos, con su esfuerzo fiscal, derramando recursos para ciudades y autonomías menos potentes, y éstas, con otro tipo de esfuerzo no mensurable, que podríamos definir como la adhesión incuestionable hacia la capital.

Hay que admitir que Madrid reparte riqueza en forma de redistribución fiscal, pero es que para Madrid, sin querer, estamos trabajando todos por ser nuestra indiscutible capital. Véanse, por ejemplo, las recientes estadísticas acerca del traslado de las cabezas de las grandes empresas, la consiguiente concentración de los programas de I+D o la localización del sector informático y las editoriales, sin que seguramente se hayan esforzado mucho para lograrlo, ni planificándolo ni promocionando la transferencia. Ésa es una virtud de las fuerzas centrípetas que operan a escala territorial en los nodos metropolitanos, que tan acertadamente ha descrito Saskia Sassen: que, sin moverse excesivamente, atraen a la economía y a la política. La capitalidad supone un hecho irrefutable, de forma que las empresas y negocios se consideran importantes y bien situados desde el momento en que colocan una pica en Madrid. En términos económicos, ¿cuánto vale eso?

La potente centralidad económica de Madrid se debe, entre otras cosas, a una concentración de poder político que apuesta por ella. Las cuestiones periféricas entran de soslayo, más bien como compromisos para estabilizar el Gobierno central. Pero algunas autonomías y ciudades empiezan a cuestionar los marcos de cooperación y competitividad frente a esa centralidad exclusiva, no sólo en relación con Madrid, sino también, a diferente escala, con todas las capitales autonómicas.

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Pero pongámonos en la tesitura contraria: si a Madrid le salieran mal las cosas, si cometiera errores de bulto, seguro que tendríamos que arreglarlo entre todos. Por ser la capital se puede permitir, para entendernos, algunos lujos que entre todos acabaríamos pagando. En este sentido, muchas grandes ciudades están optando por una expansión sobre el territorio de las infraestructuras y la residencia escasamente conectadas, desarrollando una ciudad en huida, como una ciudad sin fin, que en el futuro va a ser muy difícil de mantener.

Hace unos meses escribía en estas mismas páginas que el índice de viviendas desocupadas en España es uno de los más altos de la UE -algo, por cierto, llamativo en un país con una de las natalidades más bajas del mundo-. Cabe preguntarse, luego, para quién se proyecta la explosión constructiva que se está dando en toda España, que va incluso más allá de lo que debería representar el sector inmobiliario para la economía de un país europeo.

A la vista de la experiencia de muchas ciudades, parece ser que una planificación sensata del crecimiento urbano no corre pareja con un crecimiento económico masivo; más bien, por el contrario, cierto 'desorden' genera una economía más potente. Se establece así una disyuntiva entre la ciudad que ha programado sus objetivos y se ha preocupado de poner cada cosa en su sitio, que trabaja a medio plazo, o la ciudad donde el mercado marca la pauta, que crece desmesuradamente muy por encima de la demografía, de los movimientos migratorios y de sus necesidades presentes y futuras. ¿Tiene que ser forzosamente así la megaciudad?

Para quitar hierro al asunto hay que decir que algo semejante está ocurriendo con las capitales de las comunidades autónomas, acusadas de centralismo y de un exceso de inversión; véanse, por ejemplo, las críticas a la Ciudad de la Cultura de Galicia, en Santiago de Compostela. Esto plantea una contradicción: por un lado, las ciudades capitales pueden ser incapaces, en términos de gestión ordinaria, de asumir los gastos derivados de esa condición, de ahí la necesidad de que se doten de regímenes especiales, leyes de capitalidad, cartas municipales; pero, por el contrario, ese exceso de infraestructuras y concentración de equipamientos puede hacerlas perezosas y les impide esforzarse territorialmente.

Valga un ejemplo del déficit de un esfuerzo corresponsable con el hecho capitalino. He tenido la oportunidad de asistir en la Real Academia de Bellas Artes a alguno de los debates sobre la remodelación del Museo del Prado, y comprobé que un problema tan serio como el acceso y estacionamiento de autobuses -algo habitual en los grandes museos- era en aquel momento accesorio en el proyecto, y no por decisión de su autor. Esto viene a corroborar la perplejidad de aquel que va a conocer uno de los triángulos museísticos más importantes del mundo y se encuentra con la escasa permeabilidad peatonal que convierte el itinerario entre el Prado, el Thyssen-Bornemisza y el Reina Sofía en una carrera de obstáculos.

Volviendo al debate territorial oportunamente planteado por Pasqual Maragall, y que está en el origen de esta serie de reflexiones en cascada, es cierto que tenemos que ir a Madrid a enlazar con los vuelos intercontinentales e incluso con los internacionales más próximos y buena parte de los domésticos. ¿Dejaría de ser la capital si dispusiéramos de algunos vuelos intercontinentales desde Barcelona o desde Galicia hacia América? Ese proceso de concentración, centrípeto, no sólo está menguando las capacidades de la periferia, sino que, de continuar así, el centro no soportará tanta presión. No se trata de quitar nada a nadie, sino de hacer realidad la descentralización aprovechando las sinergias que tienen otros puntos de la Península que pueden participar así un poco de la capitalidad.

Según todos los indicadores económicos, Madrid, en efecto, 'se sale', también porque se codea con las grandes metrópolis, lo que incrementa aún más su cosmopolitismo. Pero eso no tiene por qué abonar la teoría de todos a tres horas del centro. La idea de multicentralidad se compadece muy bien con la de diversidad, y de ahí se deduce la tesis de todos más cerca de todos, adoptando las medidas territoriales necesarias. La ausencia de una política territorial desde la diversidad es un déficit democrático, porque el interés se ha puesto únicamente en el papel de la economía.

El fenómeno Madrid es el producto de una concentración de recursos, talento y trabajo de los madrileños y de todos nosotros, y por eso nos sentimos autorizados para opinar. España contribuye al desarrollo de Madrid sobre la base de una cultura de la productividad y la innovación, que es también la de la oportunidad y el riesgo. Por eso nos interesa a todos que Madrid sea la megaciudad colocada en la red, de las que a España, al parecer, sólo le toca una, y que le vayan bien las cosas. Pero hay que seguir tejiendo una red interna multidireccional, porque, como decía al principio, la ventaja de la democracia y del Estado de las autonomías, además de salir las cuentas, es el deseo incuestionable de equipararnos, y, por lo tanto, si se mueve uno, todos queremos movernos. En eso consiste también la red.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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