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Columna
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El yo de bolsillo

Desde los albores de la humanidad, el hombre ha necesitado llevar algún objeto consigo. Aparte de las ropas, el calzado, los pendientes, las ajorcas o el sombrero, existe un artículo adicional que se porta en la mano o en el bolsillo; que se cuelga como un zurrón, una faltriquera o un llavero, que se agrega al cuerpo como una porción significativa del mundo exterior. A ese artículo lo representa ahora, por excelencia, el móvil.

El móvil hace las veces de un teléfono y una agenda pero es, por encima de cada uno, el elemento que nos acompaña como un pequeño animal. Hasta ahora se habían podido personalizar los objetos estampándoles un color, un aderezo, una forma o las iniciales. Con el móvil se puede personalizar por fin algo tan raro como la voz. El móvil repite para avisarnos algo más que una melodía seleccionada, ahora es posible hacer que nos hable en el timbre elegido precisamente para él. La diferencia entre un móvil y un ser vivo es que el móvil no se mueve, pero el teléfono escucha, olisquea al sujeto, nos alerta mediante vibraciones que denotan su vitalidad interior.

El móvil es la culminación menuda de una compañía a voluntad. No presenta los fastidios enteros de un ser vivo y puede resultar para su propietario tan inseparable como un sentido suplementario. Gracias a él se discurre en permanente interacción simbólica con la red de conocidos y gentes por conocer. Actúa con la misma potencialidad interpersonal que la presencia física pero la reduce o la fracciona cuando se quiere administrar discretamente la conexión. Es, en apariencia, un teléfono, pero traspasa sustantivamente las cualidades conocidas del teléfono convencional. El teléfono de cable nos fija al espacio. Sitúa al interlocutor en un lugar determinado, lo confina inequívocamente cuando marcamos mientras el teléfono móvil puede captar al sujeto en cualquier punto y, como consecuencia, su puntería conlleva una facultad mágica que siempre nos asombra en la comunicación al revés. Ser localizado teóricamente en cualquier parte, casi sin limitaciones, provoca una sensación desconocida hasta ahora por la humanidad. Pero, a la vez, desconectar el móvil proporciona a su amo una impresión de fuga o de desaparición extremas que sólo habían procurado antes las grandes decisiones de dejar el mundo.

El móvil es una homotecia del universo personal jibarizado. Una miniaturización de la voluntad de comunicación. Un depósito donde se han reunido innumerables voces y emociones, todas apiñadas en el corazón del artefacto. La agenda más privada es menos a su lado. La agenda puede guardar la intimidad, contener apuntes de secretos, pero el móvil es en sí mismo un apéndice neocarnal, un material estratégico auténtico, un cofre en cuyo interior se guardan huellas fehacientes de confesiones y estafas en directo. Ya actualmente cuando un móvil se sustituye es preciso desalojarlo antes de mensajes, temblores, miserias, confidencias. Hay que hacer que arroje todo su interior fuera de sí para convertirlo en un órgano desinfectado y vacío.

Ahora que muchos individuos dejan de fumar, el móvil recuerda la complicada función existencial que desempeña el paquete de tabaco. No es posible, siendo fumador, salir a la calle sin la cajetilla; viajar, reunirse, enamorarse, mantener contactos o negociar sin el paquete. Su falta nos colocaba en la inquietante situación de evidenciarnos desarmados, más débiles y solos. Pero ocurre todo igual con el teléfono móvil. Cuando el teléfono móvil no está, una de dos: o dejado por olvido nos recuerda desde su lejanía la enorme dependencia de su auxilio o abandonado deliberadamente nos induce a constatarnos como incompletos; seres empujados a ser extrañamente otros. El teléfono fijo, según las ocasiones, nos separa o nos acerca a los demás pero el teléfono móvil, además, nos acerca o nos distancia de nosotros mismos. ¿Un bolso? ¿Un peine? ¿Un espejito? ¿Una navaja? ¿Una droga? ¿Una porción corporal? El móvil es todas esas cosas y ninguna: la viva tecnología de un complejo ego de bolsillo.

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