La psicología, ¿esa tonta útil?
Dado el cariz que tomó la experiencia del pasado año, resultaba francamente previsible lo que nos depararía la segunda edición de Gran Hermano: sólo podría superarse hacia la zona de penumbra. Pero muchos de nosotros abrigábamos la esperanza de que esta vez la psicología se viera libre de ser esgrimida como un postizo y engañoso argumento de autoridad: francamente, nunca llegamos a entender las razones que la llevaron a terciar en ese aquelarre televisivo, y no está precisamente nuestra profesión como para darle tres cuartos al pregonero. No ha sido así, y este es un hecho que merece la pena ser profundamente lamentado para inmediatamente después ser respetuosa y contundentemente denunciado como contrario al más elemental principio deontológico que debe regir el uso que se hace de una disciplina científica.
Más allá de disquisiciones y polémicas en torno a su status epistemológico (si se trata de un saber que participa de la tradición de las ciencias sociales o de un conjunto de conocimientos más cercanos a las ciencias de la salud), a su objeto de estudio (si son los hechos observables de la conducta, el significado que encierran, o su soporte neurofisiológico) o al método de que se sirve en el transcurso de sus investigaciones, lo cierto es que la gente acude a la psicología para encontrar sosiego en momentos de tribulación, para buscar soluciones a problemas de muy diverso cariz respecto a los cuales nuestra disciplina ha venido generando en el transcurso de los dos últimos siglos un conocimiento científicamente pertinente (contrastado) y socialmente convincente. Un corpus de conocimiento sobre el que descansan estrategias y técnicas de intervención de un amplio recorrido, que va desde la depresión hasta el rendimiento deportivo, pasando por el fracaso escolar y el clima organizacional, como corresponde a un campo del saber que tiene en lo que sienten, desean y hacen las personas, a título individual y en cuanto partícipes de algún colectivo, su principal fuente de inspiración teórica y de preocupación práctica.
Pero la legitimidad del uso de la psicología no se agota en el rigor técnico con que se aplican determinados procedimientos de selección de candidatos, como es el caso que nos ocupa. No se trata sólo de salvaguardar la pulcritud metodológica que requieren estas tareas en medio de un temerario vacío social que puede tornar las cañas en lanzas. El empleo que se haga de nuestras intervenciones y el objetivo que con ellas se persiga son obligados marcos de referencia a la hora de actuar. Porque métodos, técnicas y procedimientos no tienen razón de ser al margen de unos sólidos cimientos teóricos que, como no podía ser de otra manera, llevan incorporados un orden de valores claramente comprometido con aquellas condiciones sociales, modelos de distribución económica, estilos de convivencia, tradiciones culturales, hábitos de conducta, formas que adquieren las relaciones interpersonales, etcétera, que favorecen la salud, el bienestar, el equilibrio psicológico, la satisfacción con la vida, la felicidad.
Una música de fondo que tiene algo de celestial, pero a la que el Colegio Oficial de Psicólogos ha sido capaz de poner letra para convertirla en el código de conducta que ha de presidir cada una de nuestras actuaciones: 'El ejercicio de la psicología', se dice en el artículo 5 del código deontológico del psicólogo, 'se ordena a una finalidad humana y social, que puede expresarse en objetivos tales como: el bienestar, la salud, la calidad de vida, la plenitud del desarrollo de las personas y de los grupos, en los distintos ámbitos de la vida individual y social'. Una filosofía que ahonda sus raíces en la más recia tradición de las ciencias sociales, en aquella que hizo de la emancipación uno de los argumentos regios de la teoría social con el propósito de salvaguardar al sujeto ético de las garras de aquel desenfrenado factory system que lo convertía en una máquina doliente al servicio de una producción desalmada: las grandes ideas de las ciencias sociales, ha escrito un reputado historiador, tienen invariablemente sus raíces en aspiraciones morales, en aquellas que impiden alegar inocencia respecto a las consecuencias personales y sociales de cualquier actividad científica.
A primera vista, no parece que la participación de la psicología en menesteres como los de Gran Hermano haya reparado en ninguna de estas consideraciones. Puede que ninguno de éstos sean criterios de actuación para las direcciones de Tele 5 y Zeppelin, la productora de Gran Hermano; cabe incluso que en el interior de la Casa haya argumentos de interés para el estudio de 'la condición humana', pero el intento de legitimar este tipo de fanfarrias con argumentos científicos es algo que contraviene algunos de los principios deontológicos del ejercicio profesional. 'El ejercicio de la psicología', se dice textualmente en el artículo 21 del código deontológico del psicólogo, 'no debe ser mezclado, ni en la práctica ni en su presentación pública, con otros procedimientos y prácticas ajenos al fundamento científico de la psicología'. El artículo 52 es igualmente concluyente: 'El psicólogo/a no ofrecerá su nombre, su prestigio o su imagen, como tal psicólogo, con fines publicitarios de bienes de consumo, ni mucho menos para cualquier género de propaganda engañosa'. Por no hablar de la solidez de la fundamentación objetiva y científica de las intervenciones profesionales a que hace alusión el artículo 6, del beneficio a terceros que se menciona en el 11, o de las actividades 'vanas o engañosas' a que alude el 14.
En fin, que a la psicología española le sobra este tipo de protagonismos. El obstinado maridaje que ha establecido con un programa de televisión que comercia descaradamente con la vida privada por un puñado de dólares transmite un modelo de mundo que se agota en la seducción de una fama y en la magia de un éxito intelectual, artística, ética, estética y socialmente inútil, y rendir culto a un narcisismo desvergonzado y vacuo no parece que pueda ser esgrimido como una de sus intervenciones más gloriosas. Más bien, por el contrario, cabe holgadamente la sospecha de que está siendo utilizada como tonta útil para justificar intereses muy alejados de su fundamento científico y de los criterios que han de presidir su ejercicio profesional.
Que hagan lo que quieran para incrementar sus índices de audiencia, pero que no pidan que la psicología siga contribuyendo a la perpetuación de la España de orinal y palangana. Para eso se valen sobradamente ellos solitos.
Amalio Blanco es catedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Madrid.
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