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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Argelia, ensangrentada

Abdelaziz Buteflika llegó al poder en Argelia prometiendo la concordia civil, devolver la paz al enlutado país norteafricano. Los hechos muestran, dos años después, que el presidente ha perdido el control de los acontecimientos, suponiendo que alguna vez lo haya tenido. Diez días de disturbios en la región de Cabilia, la cuna bereber, encendidos por la muerte de un adolescente en custodia policial, han dejado entre 50 y 60 muertos, la mayoría víctimas de los brutales métodos de la gendarmería. Los gravísimos enfrentamientos -que se suman al rosario de muertes cotidianas en una guerra civil no declarada- han dinamitado además la frágil entente antiislamista entre Argel y los bereberes. Éstos, históricamente un grano para el poder central, nunca han simpatizado con el integrismo religioso, que contribuye a ensangrentar el país.

Buteflika ha asegurado en un mensaje a la nación que la causa de la violencia en la Cabilia son las difíciles condiciones socioeconómicas argelinas y problemas añadidos de identidad bereber. Los bereberes reclaman el reconocimiento oficial de su lengua, no resuelto por la Constitución de 1996, y el final de su marginación como colectivo que representa casi un tercio de la población del país. Pero la realidad es menos sociológica y tiene mucho más que ver con la naturaleza del poder en Argelia.

Tras su golpe de timón en 1992 para impedir el triunfo electoral de los islamistas, los militares argelinos han construido un universo político autista, generador de una buena parte de la violencia que se ha cobrado más de 100.000 vidas desde entonces. En un sistema mínimamente articulado, los muchos agravios de los argelinos, islamistas o no, tendrían un cauce del que carecen por completo en la taponada Argelia de hoy, asfixiadas sus libertades públicas. Los manifestantes que se enfrentan en la Cabilia a las fuerzas de seguridad no piden preferentemente más casas o más trabajo, que necesitan desesperadamente. Sus eslóganes más coreados llaman 'asesino' al poder y 'terrorista' o 'corrupto' al Gobierno.

Buteflika, al que la Constitución otorga teóricos plenos poderes, se ha limitado durante dos años a esgrimir un catálogo de promesas incumplidas. Quizá la más importante de quien no ha dejado de ser un rehén de fachada civil en manos de los generales argelinos fue la de asegurar que dimitiría inmediatamente si los militares no le dejaban las manos libres. El régimen sigue describiendo la situación ora como una guerra contra el terrorismo islámico, ora como un complot fantasmal atizado dentro y fuera. La realidad es que Argelia no saldrá de su infierno mientras sus dirigentes se sigan aferrando a la opción militar-policial en lugar de alumbrar el regreso a un sistema de libertades.

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