Cuidado con el desencanto
En los últimos años, luego de la caída del Muro de Berlín, hemos vivido la curiosa paradoja de una democracia triunfante que, en el mismo instante de proclamar su victoria frente a su último enemigo, comenzó un proceso de desconcierto y malestar. Javier Tusell, en La revolución posdemocrática, reseña cómo, en todo el mundo occidental, las encuestas de opinión muestran el bajo prestigio de las instituciones, la creciente abstención electoral y una actitud permanente de sospecha sobre los partidos y el fenómeno político en general.
Numerosas fuerzas, contradictorias entre sí, se han ido sumando para generar una machacona prédica, nutriente de ese clima. Por un lado, un fuerte economicismo en los debates públicos provino de las ideas de apertura comercial y liberalización. El avance científico y tecnológico avasallante, por su parte, disminuyó la fe en las grandes ideas como movilizadoras de la sociedad. La caída del comunismo y su confrontación con la idealidad democrática condujo a que a ésta ya no le bastara ser mejor que su opositor; quedaba contrastada ante su ideal y nadie resiste la comparación entre una idea soñada y una realidad vivida. La política pasó entonces a ser más pragmática, pero a fuerza de explicaciones sobre el equilibrio fiscal y los bienes de la competencia es difícil mantener la ilusión del ciudadano.
Como si todo esto fuera poco, la gran prosperidad económica de EE UU y Europa no trajo más tranquilidad. La desocupación de vastos sectores antes empleados en la industria se instaló en gran parte del mundo. Las Bolsas, con su permanente sube y baja, aportan un ingrediente hasta de histeria en la proyección económica. Por añadidura, se reiteraron las crisis financieras: en 1992, las monedas europeas; en 1994, México y su 'tequila'; en 1997, el sureste asiático; al año siguiente, Rusia, y en 1999, la devaluación brasileña, con fuerte repercusión en Latinoamérica. Auge y caída de las empresas de nueva economía y, para rematar, otro boom petrolero.
Una economía más próspera no necesariamente es más segura. Vivir con el riesgo pasó a ser un factor de angustia. Y cuando el ciudadano miró hacia el Estado en busca de protección, lo encontró más débil, cuando no desertor de sus responsabilidades sociales.
Todos estos afluentes generaron esa corriente, aún subsistente, distante y algo despectiva de la vida política y su instrumento fundamental, los partidos. Pero de allí emanaron otros riesgos, y la experiencia ha mostrado que democracia sin partidos no es concebible.
Donde los partidos se debilitaron emergieron movimientos meramente reactivos, como los neorracistas europeos (caso Austria) o bien las candidaturas mediáticas, salidas milagrosamente de la pantalla, con prédicas precisamente montadas sobre el ataque a los partidos y los llamados políticos profesionales. En América Latina se dieron ejemplos paradigmáticos como el de Collor de Melo en Brasil o Fujimori en Perú. Hombres sin nada detrás, desatados de toda ligadura con la historia, surgidos a la velocidad televisiva y carentes de la disciplina natural de quien llega luego de una carrera, atan el destino de sus naciones a su propia suerte personal. Los resultados son conocidos: primero, el deslumbramiento de la opinión pública ante la novedad; luego, la desilusión, y más tarde, la desestabilización.
A la inversa, bien podemos decir que, cuando existe un sistema de partidos sólido, la democracia logra superar las más duras pruebas con mucho mayor éxito. Es el caso característico de Colombia, donde, de no haber un Partido Liberal tan enraizado en el país y un Partido Conservador que aun con menos estructura ha vertebrado siempre una corriente de opinión, los traumas de la violencia guerrillera y narcotraficante se habrían llevado por delante las instituciones. Sin esas fuerzas estabilizadoras, ¿alguien cree que Colombia podría haber atravesado la crisis de aislamiento que en su momento vivió cuando EE UU le descertificó en la lucha con el narcotráfico?
Pensando en términos españoles, ¿se puede concebir la transición de la dictadura a la democracia sin la presencia de sus partidos, sus dirigentes, sus estructuras, su generación de liderazgos? Adolfo Suárez fue el hombre del tránsito, con la también transitoria UCD, pero ¿cómo se consolidaba un régimen sin el liderazgo efectivo de las corrientes de opinión? La respuesta fue en su tiempo Felipe González, y en el actual, José María Aznar, figuras muy jóvenes, pero que no saltaban de una pantalla armados de un libreto o una sonrisa estudiada, sino de vigorosos partidos en los que habían forjado su carácter.
En estos tiempos de tanto cultivo del desencanto y tanta novelería mercadotécnica, no está de más reflexionar sobre la necesidad de no ser tan perfeccionistas con la política y reconocer lo que ella nos da en el día a día de nuestras vidas en términos de libertad y seguridad. Por rigorismo, los intelectuales alemanes de los años treinta debilitaron la República de Weimar y, sin quererlo, alfombraron el ascenso de Hitler. No está de más recordarlo.
Julio María Sanguinetti ha sido presidente de Uruguay (1985-1990 y 1995-2000).
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