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LA CRÓNICA
Columna
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¡Chulo!

El empresario Balañá, que tanto y tan bien trabaja, y desde hace tanto tiempo (recuérdese su Ubú president en el Tívoli), por la desintegración moral de los catalanes hizo coincidir el pasado domingo, en dos de sus plazas, a Joaquín Sabina y José Tomás, de Madrid. No recuerdo un domingo por la tarde como éste en Barcelona. En realidad, no recuerdo nada parecido en Barcelona, cualquier día de la semana, si se exceptúan los duetos con los que el diario Avui conmemoró el lunes los 25 años de Sant Jordi. El asunto de Joaquín Sabina se ha llevado aquí con gran discreción. Ha actuado más de una semana en el teatro Novedades y lo ha llenado cada día. Del hecho se han enterado el señor Balañá, el señor Sabina y los que han ido al teatro. Ya es suficiente, desde luego, aunque a mí me parece que se trata de una noticia y que los periódicos publican noticias. Debo confesar que yo mismo lo he llevado hasta ahora con gran discreción: Sabina siempre me pareció un personaje escu(l)pido a sí mismo y esos tipos me dan una cierta grima, por si salpican. Pero una tarde, después de un inmenso potaje de bacalao y acelgas, Gonzalo Garciapelayo me hizo escuchar los 19 días y 500 noches y ya he batido, en mucho, ambas marcas.

José Tomás se negó a salir en hombros, porque no había sido feliz. Es el gesto más digno que he visto en una plaza de toros

Sin embargo, es el caso de José Tomás el que confirma, en definitiva, que la vida en Barcelona va por otra parte. Quiero decir que por una parte va la Ciudad del Teatro y por otra el Teatro. Un total de 15.000 personas lo vieron la otra tarde. Desprendían electricidad. Alto voltaje. El más noble y ponderado caballero condal, el cronista Lluís Permanyer, entraba en la plaza con su bigote romántico amenazando ceniza. Oscar Tusquets aseguraba que esta vez, finalmente, iba a ver a Dios. La escritora Núria Amat acababa de cumplir los 25. Y el señor Rabal, artista del vidrio, soñaba con soplar un decantador de vino que tuviera el culo de un torero. Cuando llegué a mi asiento, comprobé que iba a ver la corrida delante de Rosa (de Leopoldo): al hombre que amaba lo mató un toro en esta misma plaza. Todo iba bien. En las inmediaciones, Joan de Sagarra gritaba una y otra vez: 'Boadella, hijo de puta', con furia y alegría. Como Boadella estaba algo lejos, le aconsejé que se arrimara. No era una recriminación (siempre he sabido que Sagarra tiene el elogio bronco), aunque él lo entendió así y se justificó: 'Si a ti te hubieran fusilado dos veces en el escenario...'.

Voy desde pequeño a los toros. Nunca me han parecido un hermoso espectáculo. No he invitado nunca a nadie a compartir la desgracia de que me guste la plaza y su olor y su degeneración (aunque hay que tener cuidado: una vez, una muchacha delicada se invitó ella misma, y como yo le advertí de la sangre me contestó serenamente que cuanta más sangre, mejor). Pocas tardes (quizá un toro blanco que mató José Fuentes) he salido de allí redimido. Todas las tardes que he visto torear a José Tomás he entendido mejor cosas relacionadas con asuntos que no me gusta exponer en público, pero que tienen que ver con la muerte, el arte y el olvido. Nunca me conmovió más José Tomás que este domingo.

Dicen que fue su peor tarde en Barcelona. Quizá tengan razones para decirlo. No se produjo la apoteosis esperada. El presidente distribuyó democráticamente las orejas. Se torearon becerros y mansos: los toros los eligen la empresa, la ganadería y los toreros, y los tres debieran avergonzarse de que salgan toros así. José Tomás estaba avergonzado. Pero eso fue cuando acabó todo, tarde ya en la noche. Mientras estuvo en la plaza sacó seis pases imposibles, minerales. En el segundo, toda su lidia fue la de un hombre golpeando el aire. La conmoción se produjo tras el arrastre del último toro. Los chavales habían ido a buscar a los toreros para llevárselos por la puerta grande, como manda el canon cuando se cortan dos orejas. Finito y El Juli ya apoyaban la ingle sobre las masas. Tomás había cortado también dos orejas. Pero el torero se quedó quieto tras el burladero, renunciando a la llamada de sus compañeros. El gesto provocó una gran división en la plaza. Unos le aplaudían llamándole torero y otros lo abucheaban por soberbio. Yo le aplaudía por lo uno y por lo otro. El arte no es una forma más de la democracia. Ni los toros un foc de camp. Los toreros no juegan al rugby contra el toro. Lo máximo que hacen dos toreros juntos es desafiarse.

Se negó a salir en hombros, porque no había sido feliz. Es el gesto más digno que he visto en una plaza de toros. Y el más ennoblecedor que habrá visto La Monumental de Barcelona en muchos años. Pero comprendo perfectamente los abucheos: entre el plagio y la basura corales es intolerable que un hombre exhiba su solitario compromiso con el arte.

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