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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La competencia como amenaza

Hasta las personas mejor dispuestas hacia el Gobierno admiten que una de las más negativas características del aznarismo es su inclinación intervencionista y la tendencia a hacerlo desde criterios interesados o arbitrarios. En relación con los medios de comunicación y con decisiones judiciales, desde luego, pero también en el ámbito de las iniciativas empresariales.

La arbitrariedad ha sido la norma en los casos de la fusión del BBV y Argentaria, de la frustrada OPA de Unión Fenosa sobre Hidrocantábrico (a la que se opuso el Ministerio de Economía esgrimiendo razones que podían haberse aplicado con mayor fundamento en la fusión Endesa-Iberdrola, que, sin embargo, autorizó 'con condiciones') o la alianza entre Telefónica y el BBVA, por citar los ejemplos más sonados. La Comisión Europea, en sus recomendaciones para España, denuncia ahora que 'la estructura institucional a la hora de aplicar la política de competencia sigue otorgando un importante papel al Gobierno', aunque añade diplomáticamente que 'los poderes de las autoridades de la competencia se han reforzado y se ha propuesto incrementar sus recursos a lo largo de 2001'.

La política de defensa de la competencia es una asignatura suspendida por los equipos económicos de Aznar y uno de los detalles que mejor reflejan su naturaleza intervencionista. Se articula a través del Servicio de Defensa de la Competencia, dependiente del Ministerio de Economía, y del Tribunal de Defensa de la Competencia (TDC), una institución independiente sobre el papel, pero que en la práctica carece de capacidad de decisión, puesto que sus funciones son meramente consultivas y sus miembros son nombrados por el Gobierno.

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Así pues, el Ejecutivo se reserva la última palabra sobre las grandes fusiones o concentraciones de poder económico, cómodamente emboscado detrás de instituciones que, de hecho y de derecho, hacen lo que el ministro ordena. La suerte de las decisiones estratégicas vitales para las empresas y sus accionistas depende en términos reales de la mejor o peor voluntad de los funcionarios del Ministerio de Economía o del vicepresidente del Gobierno. Son esos funcionarios quienes determinan si una operación debe ser investigada o no, la conveniencia o no de un dictamen del tribunal y la culpabilidad o inocencia de los investigados.

El problema sería menor si se tratase sólo de una cuestión de recursos presupuestarios escasos o de una estructura administrativa equivocada u obsoleta. El problema es de actitud y concepción política. Desde 1996, gran parte de las actuaciones legales en materia de defensa de la competencia se han encaminado a destruir la autonomía de los organismos independientes de regulación (de la energía, del mercado de telecomunicaciones o el propio TDC), que tienen como misión velar por la transparencia de las operaciones económicas. Hoy son meros organismos consultivos, sin capacidad para actuar de oficio en casos de flagrante concentración empresarial y sujetos de la traílla por el Gobierno, que los utiliza cuando y como quiere. Nada que ver con el poder institucional que tienen los organismos reguladores en el mundo anglosajón o con la minuciosa normativa que regula la transparencia de los mercados en países como Francia. En España, ni hay reguladores, porque el Gobierno los ha aniquilado, ni leyes que garanticen la neutralidad de la intervención gubernamental.

Hay que concluir, pues, que el ínfimo poder que tienen los reguladores independientes es el resultado de una decisión política. Sin organismos fuertes, con personalidad propia y recursos suficientes, que intervengan con pujanza en los mercados intensamente oligopolizados, el Gobierno puede utilizar cómodamente la política de competencia como un instrumento de control social para premiar a los buenos y castigar a los malos. Hay abundantes indicios de ello a través de una política de competencia sesgada o arbitraria. Es probable, por tanto, que las recomendaciones de la CE sean desatendidas, ocultadas o silenciadas por el Gabinete de Aznar. Porque si el Ministerio de Economía apostara de verdad por una política de defensa de la competencia tendría que fomentar la autonomía de los órganos de regulación independiente y perdería así uno de los grandes instrumentos -el otro es la acción de oro- que con tanta profusión ha utilizado para intervenir, siempre en contra de las reglas del mercado y en algunos casos con efectos catastróficos, en la economía privada. Examinados los precedentes del PP en el poder, esta renuncia es hoy improbable.

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