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LA CRÓNICA
Columna
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El escritor que ve pasar coches

Francesc Bonet (Vinaixa, 1967) disfruta de una serie de características ideales para observar la vida con detenimiento y provecho. Su trabajo como cobrador de peaje en una autopista no le reporta grandes emolumentos, pero al menos no le consume muchas neuronas y le ocupa laboralmente sólo 15 días al mes, con lo que dispone del resto del tiempo para leer y callejear con los ojos bien abiertos por las calles de su pueblo y por las de Barcelona, adonde sube con frecuencia 'a intoxicarse'. Además, Bonet es de naturaleza curiosa y reservada. Es, por decirlo a lo bruto, de esas personas que miran más que hablan.

Quedamos para tomar un café el día de la presentación de su primer libro, Infidels i addictes (Columna), y antes de que hayamos removido el azúcar me sintetiza una cierta visión del mundo citando a Aristóteles y esos documentales sobre el mundo animal que parecen haberse convertido en los únicos espacios televisivos que no pretenden ofender ni la sensibilidad ni la inteligencia de los espectadores.

Debut de Francesc Bonet con la novela 'Infidels i addictes'. En la vida real es cobrador de autopista...

'Aristóteles decía que el hombre es un ser cómico por naturaleza', me explica Bonet con su sabroso catalán leridano, 'y, más que cómico, a mí me parece a menudo grotesco. No hay más que observar cómo corre uno de nuestros congéneres para pillar el autobús y cómo, automáticamente, pierde la dignidad. ¡Qué diferencia con un felino, del tamaño que sea, cuando corre! ¡Los felinos jamás pierden la dignidad!'.

Su primera novela está habitada casi exclusivamente por seres indignos. Seres desesperados, perturbados, miserables y descoyuntados; una excelente colección de marionetas estrafalarias movidas con mano sarcástica y valleinclanesca. Infidels i addictes es lo que denominamos con cierta pompa una novela coral, y el patético coro que dirige Bonet interpreta una partitura inequívocamente contemporánea: políticos turbios y ambiciosos, empleados frustrados, policías cocainómanos, jueces que salen en la prensa rosácea, camellos de poca monta con apodos como 'Bil Gueits'... Se lee de un tirón y se recuerda casi con un retortijón. Da risa y asco a la vez. Es un debut literario condenadamente afortunado.

Los cronistas solemos ser seres aficionados a atar moscas por el rabo. Un tipo que trabaja en la garita de un peaje, pensamos antes de conocerlo, a la fuerza ha de escribir novelas corales, novelas llenas de gente que entra y sale rápidamente, y de cuya personalidad apenas se nos ofrece un enigmático vislumbre. En fin, que la garita autopistera debe de ser una interesante fuente de materia prima para un escritor. Francesc Bonet explica que lo único que ha descubierto desempeñando ese oficio es la cantidad de gente a quien le falta o le sobra algún dedo.

Se hizo escritor sin proponérselo y casi sin darse cuenta. Les pedía a los Reyes Magos novelas de Mark Twain y Stevenson, y se acostumbró a llenar cuadernos con recensiones de sus libros preferidos, comentarios, anotaciones y especulaciones críticas. Escribía sobre lo que leía, no sobre lo que veía.

Confiesa que cayó en la trampa de creer a quienes dicen que las humanidades no tienen futuro y escogió unos estudios universitarios prácticos. Así que se matriculó en Derecho, carrera que se le indigestó (literalmente: el estudio de las leyes le producía frecuentes problemas gástricos) y abandonó en cuarto curso. Recuerda que la noche antes de un examen trascendental decidió tirar la toalla académica y se zampó la novela Opus nigrum, de Margueritte Yourcenar. La digestión de aquella prosa fue tan benéfica que se pasó la hora del examen la mar de a gusto. Y el relajo que le proporcionó abandonar la Universidad aún le dura. Además, el contacto con los estudiantes de Filología, cuya compañía buscaba para intercambiar cromos, le llenaba de asombro: 'Era gente que no leía'.

Ahora escribe sobre lo que ve, aunque se le nota lo que ha leído. Sin imitarlo (por fortuna), admira a Quim Monzó. Una obligación obligatoria, opina, para quien tenga 30 años y quiera ser escritor en Cataluña. 'Si algún día en el futuro puede hablarse de un hecho diferencial literario catalán será gracias a Quim Monzó. Por tener un mundo y un estilo propios'. Él se ha hecho su propio mundo a base de lecturas dispersas, caóticas y compulsivas. Recuerda la frustración que le producían sus primeros intentos literarios al comparar sus frases con las de Henry James -'hasta que te das cuenta de que no se trata de escribir frases perfectas, sino todo lo contrario'- y el favor que le hizo su ordenador al morirse con una novela casi acabada en las tripas. 'Enterré el ordenador con más rabia que pena, me compré otro y comencé otra novela, ésta, Infidels i addictes. Fue una suerte, porque en aquella que perdí trataba de temas muy graves y profundos, como es norma en las primeras novelas, y creo que no llegaba a ninguna parte'.

No es que en Infidels i addictes los temas sean ligeros, más bien al contrario, pero el tratamiento es directo, moderno y desfachatado. Y contrasta con el estilo verbal de este joven serio, con la cabeza llena de libros, el cráneo rasurado y la mirada penetrante al que los amigos llaman Chicho y ve pasar coches en una autopista catalana.

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