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Cultura espongiforme

Antonio Muñoz Molina

Tiendo a desconfiar de las jeremiadas culturales que se basan en la idea de que existió alguna vez un tiempo mucho mejor, así como de los dictámenes apocalípticos de los que se excluye cuidadosamente el mismo que los formula. Uno pasea la mirada por la actualidad de las películas, de los libros, de los programas de televisión, de los periódicos, y puede encontrar tantas razones para el desaliento como para un prudente optimismo, a condición, desde luego, de que no se empeñe en comparar el presente con una edad dorada que nunca existió, y también de que no olvide que lo mejor ha sido siempre más escaso que lo mediocre o lo deleznable, y en general ha tenido menos público. Y tampoco hay que olvidar que España tiene una larga tradición de país pobre y sobresaltado, regido por minorías ineptas, sólo eficaces en su parasitismo, y ajenas a la inteligencia o beligerantes contra su cultivo, y contra la mejora y la difusión del saber.

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Hay una generación de cincuentones especializada en la nostalgia de los vapores de Mayo del 68 y de una presunta seriedad cultural que debió situarse hacia los años setenta, es decir, cuando ellos eran jóvenes. Aquéllos eran tiempos. Lo que se ha hecho después, vienen a decir, es comercial, o light, o frívolamente despojado de todo compromiso. Hay que tener cuidado con la nostalgia, porque es muy embustera, y porque sobre todo sirve para segregar formas de consuelo que endulzan el paso de la edad. De aquella época dorada, lo que yo recuerdo sobre todo es la presión abrumadora del dogmatismo y de las consignas, dogmatismo que legislaba la literatura y el arte que era lícito hacer y disfrutar y los que se estigmatizaban como inaceptables, y consignas tan cerriles para la valoración de un libro o de una película como de una coyuntura política.

Claro que hubo obras excelentes, que brillan y duran todavía, y que prestigian con su calidad el tiempo en que se hicieron: ahora es fácil echar de menos los años en que se rodó El espíritu de la colmena, ya que nosotros somos contemporáneos de Torrente 2, pero es posible que dentro de un cuarto de siglo alguien recuerde con envidia y nostalgia que hacia el año 2000 se rodaban en España Leo, Lisboa o Krampack, igual que ahora los libros que conservamos de los años setenta son Si te dicen que caí o El beso de la mujer araña, por poner los dos primeros ejemplos que me vienen a la memoria, y no cualquiera de los best-sellers pelmazos y olvidados de entonces o que los sórdidos manuales de adiestramiento leninista o maoísta que ocupaban el espacio preferente de los escaparates.

En algunas cosas hemos progresado, y es preciso resaltarlas, aunque al hacerlo perdamos el prestigio supremo que entre nosotros reciben los catastrofistas: hemos progresado en el hábito y el disfrute de la libertad, que permiten un espacio más despejado de encuentro entre la obra y su destinatario; tenemos más lectores y más bibliotecas, igual que hay muchos más auditorios, orquestas y público interesado por la música, y eso son avances de estos últimos veinte años. Hay, sin embargo, muchas menos librerías, lo cual es un síntoma alarmante: la mayor parte de las que existieron, por ejemplo, en una ciudad intermedia y universitaria como Granada, donde yo me eduqué, han desaparecido, a pesar de que se ha multiplicado el número de estudiantes. Cuando yo era joven había en esa ciudad dos cines que programaban diariamente películas en versión original: ahora es inverosímil imaginarse que pudieran subsistir.

Como la lozanía de las vacas europeas que uno admiraba tanto en sus viajes de español de secano, el brillo de los mejores logros culturales españoles contiene negras cavernosidades de ignorancia y atraso. Nunca hubo más talleres escolares de animación a la lectura, y sin embargo, la degradación de la enseñanza es tan grave que una parte del público que debería estar llegando ahora a los libros no va a acercarse nunca a ellos. El mismo empeño que han puesto los poderes públicos en que la escuela pierda su carácter progresista y sagrado de aliciente para el desarrollo de las mejores facultades de cada uno y la igualación social lo han dedicado simultáneamente a costear televisiones que alientan y difunden lo más bajo de la tontería y de la zafiedad humana, así como un grado pertinente de cerrilismo nacionalista o comarcal. El propósito, parece ser, es crear un modelo de mastuerzo analfabeto y patriotero que use la cabeza, corrigiendo el verso machadiano, para asentir o embestir según lo requiera la ocasión.

Hay algo que echa uno de menos, aunque no puede añorarlo, porque en realidad no parece que haya abundado nunca entre nosotros. Un cierto amor por el propio trabajo, una atención cuidadosa hacia lo que se está haciendo, sea redactar una crónica o corregir las pruebas de un libro, o enfrentarse a una obra cualquiera para evaluarla críticamente, con el espíritu despierto y sin prejuicios, con el afecto y la concentración que ponía un artesano en culminar la sólida forma de un objeto. No ha habido tiempos mucho mejores que éstos, aunque quizás tampoco más escandalosos o atolondrados, así que la única nostalgia legítima y útil me parece la de las cosas que ya deberíamos estar haciendo, las que siguen malográndose no por falta de talento, sino por un hábito inveterado de chapucería y negligencia, de abandono al desaliño de lo más fácil. A no ser que ya no tengamos remedio, y que estemos irreparablemente condenados a convertirnos todos en concursantes o espectadores del Gran Hermano.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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