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Viejas caspas vivas

Hace tres años, Santiago Segura hizo a brochazos de cámara Torrente, y logró un filme de esos que se convierten en piezas irrepetibles. La película desveló que siguen siendo de ahora algunas caspas vivas desprendidas de las tradiciones del humor, o el malhumor, mugriento y escatológico de la España negra, aquel hondo y remoto pozo sin fondo que taladraron genios dinamiteros de nuestras pintura y literatura oscuras.

Fue la de Segura una hazaña de la intuición. De aquel filme, o pozo, emergió una antigua pesadilla recién soñada, algo no fácil de percibir y definir, que no es una reliquia histórica, sino el brote vivo de un rasgo de identidad colectiva que arrastra una inquietante vigencia en la reluciente España de ahora, amarrada aún a la cruel gracia y al sórdido lastre de la antigua negrura. Torrente tuvo la osadía de poner en solfa al temerario optimismo que dice que España saltó deportiva e higiénicamente, en el parpadeo de dos décadas, de la mortal quietud de la edad media del fascismo al territorio abierto de la modernidad. Lo que la película, con su arrastre a millones de españoles, desmonta -y reduce a barniz encubridor del viciado y rugoso subsuelo mental y moral que se mueve ahí abajo y emerge por las grietas del asfalto en que pisamos- es la imagen de esa España que juega a ser punta de un universo cosmopolita cuando sigue con las raíces atadas al lastre de la encerrona en sí misma que la amordazó durante medio siglo.

'Torrente' desveló que siguen siendo de ahora caspas desprendidas del humor de la España negra
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Cultura espongiforme

No es Torrente la primera comedia sucia del cine español reciente. Otras han hurgado en el estercolero del negrismo ibérico en busca de rasgos de la terca identidad que oculta el relumbrón de una España de pronto nueva y que, obviamente, no lo es. Pero el ruido de Torrente y otras aproximaciones es música de calderilla comparada con el estruendo que su prolongación en Torrente 2 trae a la pobre historia financiera del cine español. La causa de un tan astronómico éxito, que supera al del más rentable espectáculo de Hollywood, hay que buscarla en lo que este filme, hecho con algo más dinero y mucho menos ingenio que su hermano mayor, tiene de astucia y de argucia comercial. Lo que el primero tenía de cine intuitivo, de golpe a ciegas que dio en el blanco, se convierte en el segundo en un frío cálculo no de artistas, sino de vendedores. Y al gancho del primer Torrente el nuevo añade una segunda infalible llamada, que cierra el círculo.

Un circunloquio pondrá camino a lo que busco decir. Algunos programas de televisión y sus cambalacheos de audiencias son el termómetro de las alturas y las bajezas de los gustos dominantes aquí. La frase de Forges 'para que haya un Gran Hermano hacen falta millones de primos' es una divertida (e irrefutable) radiografía de un feo asunto que, si se fruncen los ojos, deja ver por debajo sombras luminosas, porque el poder de contagio que alcanzan estas toscas ficciones disfrazadas de sucesos es epidérmico y pasajero; y pone de manifiesto que el único filón que alimenta de manera permanente, sin mortales altibajos, la insaciable demanda de ficciones de los contempladores de televisión es la ficción cinematográfica. El cine en la televisión es un goteo diario ritual, sin relevo posible.

Algunos sucesos deportivos, o amarillos o (raramente) políticos se hacen de vez en cuando dueños de las grandes audiencias televisivas, pero la llamada del cine no cede ni cesa y a veces también rompe por arriba los techos de la cuantificación. Es el caso de la película de Paco Martínez Soria Abuelo made in Spain, que reventó los termómetros en el programa Cine de Barrio, que alimenta semana tras semana la terca demanda de la gente en la España democrática de una ración de caspas vivas de cine franquista. He visto un pueblo vaciado por una vieja película de Lina Morgan y en una taberna atestada he palpado un silencio roto por las carcajadas que reventaron Alfredo Landa y Tony Leblanc y otros muchos asombrosos rostros que, como Martínez Soria, dieron el baño de su inmenso talento a la mugre del cine de la ideología del franquismo terminal, la conjunción, que aquí sigue, de boina y brillantina, el cóctel del asno y el descapotable en el asfalto de una Europa demasiado soñada y tal vez por eso cada día más decepcionante.

Y este rescate del imán, vivo gracias a la solvencia de los intérpretes y directores que lo materializaron, de la sainetería del cine llamado del desarrollismo franquista, es la otra llamada que cierra el círculo del enorme -e inquietante por lo que tiene de apoteosis, en los bordes de la apología, de lo informe, lo grosero, lo feo y lo cutre- enganche de millones de españoles a Torrente 2. Ningún contrasentido, ninguna incoherencia, porque, en definitiva, el brebaje ideológico del cine militante del franquismo terminal es obra, y a su manera obra maestra, de Manuel Fraga. Y a nadie se le escapa que el partido creado por este político, y del que sigue siendo voz y alma, tiene ahora el respaldo multitudinario de los españoles, cuya mayoría bebe ese brebaje, ese cine.

Y nada puede añadirse al golpe de esta evidencia, salvo que la mezcla, en Torrente 2, de la ancestral llamada de la negrura española y el anzuelo de las sombras más cercanas de la sainetería franquista, es un juego de formas que enlaza el hambre y las ganas de comer de millones de españoles sedientos o necesitados de verse a sí mismos en una pantalla.

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